miércoles, 19 de diciembre de 2007

The Joshua tree – U2


Por estas fechas se anda celebrando el veinte aniversario de la salida al mercado del disco The Joshua tree (si no me equivoco creo que salió a la venta el 9 de marzo de 1987) un disco compuesto por once canciones memorables que ya no puedo escuchar y que me encantaría hacerlo porque apenas recordarlo me pone los pelos de punta. Yo lo tengo en vinilo. Lo tengo desde entonces, desde hace dos décadas, una vida, una eternidad, cuando yo también acababa de cumplir los veinte años y era —lo admito— un poco calavera —crápula me definió en una ocasión una amiga que hice durante los dos años que residí en Barcelona— tenía veinte años, digo, era un poco calavera y de vez en cuando me atrevía a escribir sonetos como este:

Yo ya sé que tú gustas de la noche
canalla, que prefieres, a una vida
tranquila, sin bajada ni subida,
la noria del jolgorio y el derroche.

Te las das de malaje y pendenciero,
pero a mí no me engañas con memeces,
he escuchado ese cuento muchas veces
y ya cansan tus aires de putero.

Aspiras a vivir sin fatigarte.
Y así vives: sin orden ni concierto,
hundiéndote en la ruina por el arte.

Y aunque ignoro de qué forma te apañas,
al menos tu destino lo sé cierto:
Acabarás cogiendo musarañas.

Qué vergüenza. Qué vergüenza y qué ganas de llorar en esta tarde gris, en su repiquetear la lluvia habla de ti. Ay, que me pierdo, lo sé, he empezado a divagar. Me da la nostalgia y me pongo tanguero. Es lo que tiene echar mano de aquellos maravillosos años. Quería hablar de U 2, de The Joshua tree, y ya no sé lo que me digo. El pulso me tiembla, me estoy emocionando (sniff sniff).

Digo que conservo el vinilo con el yucca brevifolia estampado en el centro y que ya no puedo escucharlo porque en esta época de últimas generaciones lo que no tengo es plato y lo único que puedo hacer para consolarme es acariciarlo, tocar con las yemas de los dedos sus surcos, así, muy despacio, notar las estrías grabadas en el plástico como si fuera la huella digital de un tiempo antiguo, un fósil antediluviano, y de repente —creedlo, os lo prometo— al conjuro de ese movimiento concéntrico acude a mis oídos la música de Where the streets have no name, la guitarra inconfundible de The Edge y la voz ligeramente áspera de Bono (I wanna run, I want to hide/ I wanna tear down the walls/ That hold me inside./ I wanna reach out/ And touch the flame/ Where the streets have no name...), y después escucho I still haven’t found what i’m looking for, y después With or without you, y me doy cuenta que estoy suspirando como un fuelle contra esa llama que resiste en un rincón de mi memoria y las lágrimas que resbalan por mis mejillas son del tamaño de un puño —madre mía, si hasta llevé el pelo como él, como Bono, largo hasta los hombros— Me abandono a ese placer entrañable, regodeándome en mis recuerdos y llorando, en serio, llorando a lágrima viva. Pero de pronto me sobresalto y como si quemara retiro la mano del disco y lo que oigo es el arrastrar breakdancero de la aguja recorriendo su superficie. Entre Bullet the blue sky y Runing to stand still se me ha colado un pensamiento inquietante. Estremecido me pregunto si alguien estará planeando cobrar un canon cada vez que renovemos el D.N.I. y nos hagan estampar la huella en el impreso, por si existe la posibilidad de escuchar música a través de los dedos. (No debería haberlo escrito, lo sé, no estamos como para ir proporcionando ideas a nadie)

martes, 18 de diciembre de 2007

Gritar – Ricardo Menéndez Salmón


Durante una conversación casual mantenida por un profesor de historia fascinado por el mal y un anciano que lo aborda en la sala de espera de un aeropuerto, éste intentará hacer ver al primero la cara oculta de los acontecimientos que gobiernan la deriva de la humanidad. Más tarde nos enteramos que el enigmático anciano ha aprovechado un descuido para esconder entre las páginas del libro con que Olsen, el profesor, pretendía distraer su espera, la piel de la nariz de una mujer a la que acaba de asesinar en los baños del aeropuerto. Con el paso del tiempo ese jirón de pellejo que Olsen todavía conserva se habrá convertido en la razón que lo empuja a rastrear respuestas inalcanzables. La piel arrancada ha adquirido la apariencia del pergamino y se ha convertido en la incógnita que determina su personalidad, marcada por la incansable búsqueda que se nos describe al principio. El círculo se cierra.

El cuento se titula El placer de los extraños y es un ejemplo —sólo uno, en el libro se pueden encontrar ocho más— de la perplejidad que la mayoría de las veces exhiben los personajes de Ricardo Menéndez Salmón. En cada una de las nueve historias que componen el presente volumen, sencillas y sin artificio alguno en su planteamiento, el autor asturiano introduce un componente que nos remite a la literatura fantástica, un elemento casi absurdo e ilógico que consigue hacerse un sitio y encajar en el texto con una naturalidad tal que ya no podríamos concebirlo despojado de esa sustancia. Con Gritar (publicado por la editorial Lengua de trapo) Menéndez Salmón prefiere no aportar datos, considera innecesario explicar de dónde vienen sus héroes, por qué actúan de una forma concreta o las consecuencias de su comportamiento, se limita a ofrecernos una imagen que muestra el misterio —ese concepto inalcanzable desde la lucidez—, nos lo exhibe, el misterio, pero no lo revela.

En una entrevista publicada por David González en Avión de papel, Ricardo Menéndez Salmón afirma que “en lo que escribo pueden mezclarse fantasía y filosofía, ya que en la existencia cotidiana esas cosas vienen dadas así: juntas, revueltas, mezcladas”. Esa mezcolanza es una de las habilidades que más claramente se aprecia en el libro. Al introducir mecanismos sin apariencia determinada en principio, pero que de manera imprevista se convierten en la esencia básica, en una idea central del relato, el autor consigue inquietarnos, exigir un paso más rápido en la lectura para acertar pronto el camino que nos saque del laberinto que propone. Y ya se sabe, con mucha frecuencia el miedo va de la mano de la emoción y la emoción como sentimiento expectante y ansioso es lo que acaba atrapando al lector.

Tenía curiosidad por leer a Ricardo Menéndez Salmón. Había leído sobre él —mucho, había leído mucho sobre él, puede que se trate de uno de los escritores jóvenes que más halagos recoge— pero no había leído sus libros. Intenté conseguir su anterior colección de relatos, Los caballos azules (volumen en el que se integra el texto homónimo que, en diciembre de 2003, recibió el prestigioso premio internacional de cuentos Juan Rulfo otorgado por el Instituto de México en París y Radio Francia Internacional), pero incluso en la misma editorial Trea figuraba como agotado. Después dejé pasar La ofensa (editorial Seix Barral) sencillamente —lo reconozco, mea culpa— porque es una novela. Así es que al cabo he tenido que acercarme a este volumen para descubrirlo. Y la verdad, la espera ha merecido la pena.

Aquellos que últimamente encuentran excesiva la influencia del minimalismo norteamericano en la narrativa breve española podrán apreciar en este autor elementos distintos. Puede que alguien todavía considere esa diferencia no imperceptible pero sí ligera, demasiado ligera, aunque en mi opinión se trata de una diferencia interesante y seductora. Creo que Menéndez Salmón es un escritor elegante, exquisito, denota buen gusto por la literatura. Es un escritor sin excesos. No aparenta ser escandaloso, más bien es un poco pillo este autor, de los que te van proporcionando la dosis justa de literatura, poco a poco, a cuentagotas, para enganchar, crear adicción y dejar al lector esperando con avidez su próximo libro. Un poco pillo, ya digo.

viernes, 14 de diciembre de 2007

Pregúntale a John Fante


Mil gracias José Ángel.

Curioseando en la bitácora de José Ángel Barrueco, Escrito en el viento, me entero por la entrada correspondiente al jueves, 13 de diciembre, de que en el año 2000 se publicó un libro de John Fante titulado THE BIG HUNGER en el que se recogían los relatos inéditos escritos por el autor entre 1932 y 1959.

John Fante (Colorado, 1909 - California, 1983) es un escritor estadounidense nacido en una familia humilde de origen italiano, autor de Pregúntale al polvo, novela iniciática que —sin arrinconar otras obras del mismo autor como Camino de los Ángeles, Espera a la primavera, Bandini, Sueños de Bunker Hill, o La hermandad de la uva— en mi opinión se sitúa a la altura de dos imprescindibles como son Hambre de Knut Hamsun y Factotum de Charles Bukowski —quien confesó abiertamente su admiración por este hombre, propiciando de esa manera una mayor difusión de su obra—, y a partir de ahí se extiende contagiando gran parte de la literatura que se viene a denominar "realismo sucio norteamericano".

La literatura de John Fante —como afirma Charles Bukowski— está escrita con las entrañas y el corazón. Sus personajes, su historias —rápidas y directas— la manera de contarlas, suponen un oasis en el desierto, una luz al final del túnel. No es de extrañar que Bukowski gritara en sus momentos de rabia "¡No me trates como a un hijo de puta! soy Bandini, Arturo Bandini". No, no es de extrañar, que levante la mano quien no quiera ser Arturo Bandini.

Comparto el deseo que manifiesta el amigo Barrueco y ojalá la editorial Anagrama, que en los últimos años ha venido publicando toda la obra de John Fante, se decida a traducir estos relatos al castellano.

viernes, 7 de diciembre de 2007

Temporada de huracanes – Gonzalo Calcedo Juanes


A estas alturas no creo ir mal encaminado si digo que resulta imposible comentar ningún libro de Gonzalo Calcedo Juanes sin tener en cuenta los restantes. Once colecciones de relatos —tres de ellas han visto la luz durante el último año— y una novela publicadas desde 1996, puede que le conviertan en uno de los escritores más prolíficos de los que en este momento se encuentran en activo.

El conjunto de la obra que viene construyendo Calcedo se ordena con piezas machihembradas para conformar un vasto andamio de detalles minuciosos que moldean la naturaleza íntima de sus personajes, un recio entarimado, una superficie extensa sobre la que al lector le resultará cómodo transitar, moverse con serenidad y regodeo mientras recrea su mirada en cada una de las vetas intercaladas, en cada uno de los nudos oscuros localizados en el punto exacto de donde salía una rama con la que el autor ha conseguido un nuevo listón de madera. Y de esa forma, una pieza y a continuación otra y otra más y otra, parece ser que pretenda esparcirse sin límite, hasta el infinito. Los relatos de Calcedo Juanes —todos ellos, desde los que se recogían en el primero de sus volúmenes— constituyen un mundo la mayoría de las veces opresivo, carente de fortuna y bienestar, y entreverado por personas cuyo desasosiego se nos transmite con un tono de voz sin estridencias que se aleja a partes iguales de la sensiblería y la complicidad, huyendo de cualquier compromiso que exijan las situaciones que nos narra, aparentemente aséptico, podríamos decir. En este sentido el autor se convierte en cronista imparcial de una realidad que muy pronto empieza a resultar familiar, un imaginario con pocas sorpresas, es cierto, pero con profusas recompensas en forma de satisfacción cuando nos sumergimos en su lectura.

Gonzalo Calcedo, autor de tres de los libros de relatos que pueden considerarse fundamentales cuando se habla de narrativa breve publicada durante la última década, Esperando al enemigo, La madurez de las nubes, y Apuntes del natural, tiene ganado un puesto notable entre los referentes de los cuentistas españoles. Ya en sus primeras colecciones era obvia e innegable la influencia del minimalismo norteamericano, sin embargo Calcedo tiene sobradamente demostrada una autoridad extraordinaria para asimilarlos, destilar ese universo descrito a través de las cosas pequeñas y de los gestos a medias y adaptarlo a un lenguaje y a un entorno que sus lectores encuentran armoniosos, agradables y fácil de reconocer. Confieso que me encuentro entre los adictos a sus narraciones, no obstante he de admitir que en sus dos libros inmediatamente anteriores, Saqueos del corazón y Chejov y compañía, ambos publicados también en el 2007, no encontré las cotas habituales en el resto de su obra. Por el contrario, con Temporada de huracanes (editorial Menoscuarto), el autor palentino vuelve a alcanzar los logros de la excelente triada que mencionaba anteriormente. Pienso en los relatos titulados Conversación, (donde un abogado de éxito, prepotente e individualista vocacional, conocerá el desconcierto de la verdadera soledad después de mantener una conversación con el marido de la mujer que venía siendo su amante. La indiferencia con la que este hombre trata a sus semejantes desde su atalaya es la que recoge en el momento final del relato), Instrucciones para náufragos (en el que una mujer hace coincidir la fiesta de su 37 cumpleaños con el momento de su vida en que empieza a ser consciente de los frágiles vínculos que mantiene con los amigos invitados a su casa para celebrarlo, se da cuenta de que quiere estar sola, y que si sigue casada con el hombre que conoció en su época universitaria es únicamente por la fuerza de su voluntad), o La máquina del tiempo, (uno de mis preferidos, donde se relata la escasa indulgencia que el protagonista es capaz de manifestar hacia las decisiones que su madre adoptó después de enviudar en la cuarentena, como por ejemplo la de compartir su vida con otro hombre).

Si bien hay quien afirma que Gonzalo Calcedo se ha instalado en unas maneras narrativas que le exigen pocos riesgos, ya que sus héroes se mueven por escenarios cuya atmósfera viene descrita desde sus primeros relatos, también lo es que Temporada de huracanes contiene momentos afortunados de una calidad más que considerable, una eficacia estilística, una claridad y una sencillez que ya venía echando de menos no solo en sus propios libros, sino en los libros de otros muchos cuentistas que últimamente he estado leyendo.


lunes, 19 de noviembre de 2007

Sobre el futuro de la nueva narrativa


El sábado 17 de noviembre en Babelia, suplemento cultural del periódico El País, Vicente Verdú firmó un artículo titulado Reglas para la supervivencia de la novela, en el que intentaba reflexionar sobre las bases que deben sustentar la nueva narrativa y del que se desprende el propósito de establecer unas conductas en exceso encorsetadas respecto al camino que ha de enfilar cualquiera que pretenda escribir una novela.

Sin ironía no hay contemporaneidad, sin ironía no existe visión de la iridiscencia del mundo y su variable composición.

El párrafo que antecede está extraído del artículo de Vicente Verdú y es de lo poco en lo que acierta: la mayor parte de los argumentos de los que se vale son pura ironía.

Si la creación literaria se limitara a las instrucciones que se nos facilita difícilmente existiría la iridiscencia a la que según parece hay que tender. La creación es un acto solitario que no conviene someter a estructuras o intenciones predeterminadas. De lo contrario sería demasiado sencillo, la génesis de toda obra perdería el misterio que debe poseer para que nos seduzca. Un buen texto conjugará reflexión y visceralidad, si no a partes iguales, sí en la proporción que el autor considere conveniente, que para eso es el único responsable de su trabajo. El compromiso del escritor se suscribirá únicamente con sus libros y estos se plantearán ajenos a que sean o no llevados al cine, y eso también significa que el lenguaje cinematográfico o televisivo es tan válido como cualquier otro. Las novelas, cuentos, poemas o lo que sea, perderán credibilidad si se plantean pensando en posibles lectores.

Para escribir no hace falta ningún decálogo, tal vez sea más necesario poseer una idea y una voz para trasladarla y emocionar con ella. De la habilidad que un autor demuestre para impregnar al lector con su obra dependerá la importancia de la misma.

El debate queda abierto, y en uno de los foros con más capacidad de acoger controversias de esta naturaleza como es el blog de Vicente Luis Mora, aunque soy de los que opinan que se trata de una cuestión manida, ajena por completo al proceso de creación y a la que debería dedicarse escaso interés, convencimiento que se contradice con el hecho de dedicarle una entrada en esta bitácora, aunque así soy yo y así creo que somos todos: contradictorios. Contradictorios y también anárquicos, de la misma manera que contradictorias y anarquicas habrán de ser las historias que alumbremos.

sábado, 17 de noviembre de 2007

El ángel en el tejado – Russell Banks


Podría hablar de cualquier otro libro de Russell Banks —Deriva continental, Aflicción, Como en otro mundo, La ley del hueso… — todos ellos textos notables que consiguen dejar en el lector como poco un exquisito sabor de boca; sin embargo he decidido hablar de "El ángel en el tejado" por varias razones, una por tratarse de una colección de relatos —debilidad que una vez más reconozco— y otra por ser el libro que hace cinco años me descubrió al autor y me condujo a leer una detrás de otra todas sus obras anteriores.

Durante años mi madre me contó historias sobre su pasado, pero yo no las creía, las interpretaba.

De esta forma comienza “A manera de introducción”, el primero de los textos que componen el volumen (digo texto porque en la contraportada no se incluye entre los 15 relatos o 15 historias que se dice reúne el libro, aunque yo prefiero atribuirle idéntica proporción entre sinceridad y engaño que al resto), y la idea que se desprende de ese enunciado, la reflexión que hace el autor sobre las historias autobiográficas que le relata su madre, parece ser el leit motiv que recorre cada uno de los cuentos.
Situado a cierta distancia del minimalismo narrativo que tanta simpatía despierta últimamente para engalanar su prosa con una elegancia que no resulta pretenciosa sino sensata, no exigente sino delicada, con un estilo práctico y realista, Russell Banks consigue despistar, hacernos titubear entre realidad y ficción; conocedor de las teclas literarias que ha de pulsar para que una historia enganche, ese es el juego principal que nos propone: literaturizar la vida. El autor nos advierte desde un principio: las historias que cuenta su madre no son creíbles, y nos aporta también un puñado de pruebas para demostrar que son inventadas. No obstante cuando se atreve a desenmascararla, su madre viene a responderle que gracias a sus mentiras un día él será capaz de escribir. El aliento que exhala el conjunto de los relatos es este: historias falsas que parecen verdaderas. Muestra de lo dicho se observa principalmente en piezas como “Sarah Cole: una escena de amor” —en la que alternando de una manera llamativa la primera y la tercera persona se nos describe la relación sentimental que un hombre mantiene con una mujer fea a la que incluso a priori aquel califica como la mujer más vulgar que ha conocido—, “La visita” —mediante numerosos flash backs conoceremos la época en que el protagonista tenía doce años y era maltratado por un padre alcohólico, relación paterno filial que podría considerarse una sinopsis de la que se cuenta en la novela Aflicción—, o “Un cuento de éxito” —donde se nos relatan las aspiraciones de un chico que abandona la universidad, las adversidades a que se enfrenta para abrirse paso, los desengaños, y la manera en que se enamora de la mujer que en un hermoso final se nos dice acabará siendo su esposa.
Cuando la gente piensa que es sólo ficción dejan de escuchar, afirma Russell Banks, las historias deben resultar creíbles, parecer que tratan sobre nosotros, de esa manera podremos llegar a entender el lugar que ocupamos en el mundo. Ese objetivo es el que acometen los personajes de estos quince/dieciséis relatos, despejar la incógnita que hace de la vida una existencia confusa, y ese es, en definitiva, el objetivo al que nos dirigimos —o deberíamos dirigirnos— todos nosotros, y el que estamos convencidos de haber alcanzado al llegar al final de un libro más que recomendable.

Guardo esta colección de cuentos en el mismo estante que "Alguien que me cuide" de Richard Bausch, "Viaje de invierno" de Charles Baxter, cualquiera de los de Carver y de Alice Munro, o "Rock Springs" de Richard Ford, entre otros. Me gusta tenerlo cerca, releerlo, abrirlo y volver a saborear un párrafo elegido al azar; encuentro satisfacción en poder echar mano de mis lecturas preferidas como quien dispone de sus creencias religiosas cuando todo lo demás defrauda. En este sentido he de admitir que venero algunos de mis libros como si fueran textos sagrados. Russell Banks dice que toda buena historia es una plegaria. No puedo más que darle la razón. Una de las súplicas que cualquier autor eleva y que quedarán atendidas al leer El ángel en el tejado es con toda seguridad la de cautivarnos, enamorarnos de las palabras y de las historias que se nos han contado. Y eso, en mi opinión, es más que suficiente. ¿O no?

jueves, 15 de noviembre de 2007

viernes, 2 de noviembre de 2007

Venganza - Jim Harrison

Llegué hasta Jim Harrison hace unos cuantos años, a través de una crítica que firmó Carver en 1979 y en la que se apuntaba que Legends of the fall era un libro redondo, un tríptico capaz de iluminar nuestras propias vidas. Confieso que siento una inclinación tal vez excesiva hacia Raymond Carver. Durante mucho tiempo incluso rastreé sus lecturas para nutrirme de sus mismos gustos, y aunque en ciertas ocasiones —Barry Hannah, Grace Paley… — seguir sus consejos me ha ocasionado algún que otro sentimiento contradictorio muy próximo a la decepción, con el libro de Harrison, publicado por primera vez en España en 1981, he de reconocer que acertó de pleno.

“Leyendas de otoño” reúne tres novelas cortas de una altura envidiable —la adaptación de una de sus historias, dirigida por Edward Zwick, con Brad Pitt y Anthony Hopkins en el reparto, se tituló “Leyendas de pasión”—, las tres apasionantes. La primera y la que yo prefiero se titula “Venganza” —aunque no la he visto porque Kevin Costner no es santo de mi devoción, sé que en 1990 protagonizó junto con Anthony Quinn la película cuyo argumento se basa en este relato—, y en ella el protagonista, Cochran, un ex piloto norteamericano de 41 años, hombre inteligente, temerario, mujeriego y seguro de sí mismo, se enamora como un colegial de Miryea, esposa de Baldassaro Méndez, más conocido como Tibey (tiburón), un mexicano cuya inmensa fortuna se apoya en el proxenetismo y la droga, y con quien Cochran ha establecido una reciente amistad.
Esta es una historia intensa, ágil, rápida —la sucesión de acontecimientos posee un ritmo fulminante—, escrita con puntualidad cinematográfica, efecto potenciado sobre todo cuando el narrador se torna confidente y su voz adquiere una familiaridad a la que no podemos negarnos, confundiéndose con la de un amigo que te invita a situarte en un ángulo desde el cual se tiene mejor perspectiva de la escena, y allí, agazapados, seguir observando sin que nadie advierta nuestra presencia. Ahora tenemos que alejarnos de los amantes y dejarlos descansar, aunque sea por un brevísimo instante. Posémonos en la repisa de la chimenea como un impasible grifo de ojos de piedra, porque es mejor tener ojos de piedra para ver lo que vamos a ver. Los detalles enriquecen hasta tal punto las descripciones, son de tal precisión, que no resulta complicado visualizar el episodio que se está leyendo. En este sentido, a nuestra imaginación, se le ha facilitado el itinerario. Podemos dejarnos llevar, cerrar los ojos sin desconfianza, el autor nos conduce por el filo de un acantilado con paso seguro, siguiendo el rastro de una técnica narrativa que en ningún momento nos hará perder el equilibrio.
Harrison acierta con la evolución de la historia —a excepción de un flashback que se inicia hacia la sexta página y finaliza treinta después, el relato posee una estructura lineal que nos impide abandonar su lectura hasta alcanzar la última palabra— y acierta con el diseño de los protagonistas, incluso en cada una de las ocasiones que estos son colocados al límite: Cuando Tibey descubre la infidelidad de su flamante amigo y su esposa, decide apalear al primero hasta darle por muerto y —a sabiendas que esta decisión será una de las que jamás le permitirán volver a conciliar el sueño— desfigurar el rostro de Miryea con un cuchillo y abandonarla luego en el peor prostíbulo de Durango.

Cochran sobrevive y a partir de entonces su único propósito será matar a Tibey y rescatar a su amada. Los personajes se rigen por un código de honor atávico — preferible morir que cargar con una afrenta— que tal vez carecería de credibilidad si la historia no se desarrollara en ese territorio fronterizo y salvaje que se sitúa entre México y los Estados Unidos. El antagonismo que se aprecia entre Cochran y Tibey es necesario cuando se trata de una historia entre buenos y malos, particularidad que podríamos considerar peligrosa por el abuso de tópicos que tal vez exija. No obstante las contradicciones que el autor atribuye a cada uno de los protagonistas consiguen alejarlos de esos lugares comunes para inyectar un componente seductor a su personalidad: —Matar a tus enemigos produce un placer justo y adecuado— Llegado el momento ninguno de los dos encuentra el valor para matar al otro. O no se trata tanto de valor como del profundo respeto que ambos se profesan. Tibey acabará por reconocer que el amor de Miiryea pertenece a Cochran.

La escena con que se inicia “Venganza” describe de forma cruenta a un hombre inconsciente y desnudo que se desangra al sol entre la maleza de un denso chaparral. Tiene un pómulo aplastado, el brazo izquierdo roto, los testículos reventados y dos costillas fracturadas. Se encuentra al borde del coma. Los buitres lo acechan, esperan con paciencia a que expire para repartirse la carroña.

¿Quién no se ha imaginado en alguna ocasión a la muerte como un espectro con capucha portando una guadaña? ¿Quién no se la imagina como una fea y desdentada calavera? Bien, pues una vez acabado el primer párrafo de “Venganza” —no más de treinta líneas— cualquiera podrá imaginar que la muerte posee un rostro del que no resulta difícil enamorarse, cualquiera empezará a convencerse de que la barbarie descrita con tal capacidad también puede resultar atractiva, y empezará entonces a preguntarse qué demonios ocurre en este país para que un autor como Jim Harrison (1937, Grayling, Michigan; autor de siete libros de poesía, tres colecciones de relatos, seis novelas) pase totalmente desapercibido.

martes, 23 de octubre de 2007

Fallado el IV premio Setenil


Con el fallo del IV Premio Setenil al Mejor Libro de Relatos Publicado en España que concede el Ayuntamiento de Molina de Segura, se han cumplido gran parte de las expectativas. Ya casi nadie lo dudaba. El escritor Sergi Pàmies con su libro Si te comes un limón sin hacer muecas (editorial Anagrama) se lleva los 12.000 euros del premio. No podía ser otro. Bueno, miento —porque entre los 45 libros presentados algún que otro verdaderamente bueno había—, sí podía ser otro, pero por lo visto no tenían intención de que lo fuera.
Sólo queda felicitar al ganador, aunque no puedo dejar de advertir que los premios literarios adquieren prestigio tanto por la composición del jurado que lo otorga como por la nómina de premiados. No obstante, en este caso en el que se pretende reconocer al mejor libro de relatos publicado debemos fijarnos en una obra concreta y dejar de lado el prestigio del autor. Si nos atenemos a los vencedores de las ediciones celebradas hasta el momento —Alberto Méndez, Juan Pedro Aparicio, Cristina Fernández Cubas y Sergi Pàmies— resulta indiscutible la valía de cada uno de ellos, no así los libros por los que éstos lo han obtenido, ya que tanto Parientes pobres del diablo, en la edición pasada, como Si te comes un limón sin hacer muecas, no me parecen mejores libros ni en el conjunto de la obra de sus autores, ni durante el año en que se publicaron. Todo ello me lleva a interesarme por el grado de sinceridad que gobierna la decisión adoptada por el jurado y a cuestionar el futuro de un premio que hoy por hoy quizás aspira no tanto a resaltar la calidad como a obtener cierta resonancia.

En fin, como creo que cualquier autor es responsable de los premios literarios que se le conceden pero no culpable, sólo queda felicitar a Sergi Pàmies por los 12.000 euros que se ha llevado y felicitarlo también por haber escrito Si te comes un limón sin hacer muecas. ¿Felicitarlo por haber escrito el mejor libro de relatos publicado en España? Eso, en mi opinión, es otra historia.

domingo, 21 de octubre de 2007

jueves, 18 de octubre de 2007

Presentación de "El tacto de un billete falso"


Juan Pablo Zapater en plena intervención

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El martes, 16 de octubre de 2007, a la hora en que estaba fijada la presentación de El tacto…, en Valencia no llovía, diluviaba. Sin embargo ni siquiera el diluvio consiguió acoquinar al puñado de amigos que había decidido acompañarme, muchos más de los que sinceramente yo esperaba. Gracias a todos.

El texto que sigue es el que el poeta y amigo Juan Pablo Zapater leyó en el acto.

Reconozco haber asistido a presentaciones literarias de todo tipo: desde aquellas tan tozudamente largas y tortuosas que me hacían jurar para los adentros que esa sería la última vez en que me dejara arrastrar por la cortesía entre escritores, hasta aquellas otras tan fugaces que apenas si consistían en levantar el ejemplar presentado con una mano y un vaso de tubo bien provisto de hielo y alcohol con la otra, mientras se lanzaba a gritos cualquier brindis pretendidamente ingenioso en mitad de un local de moda. También acuden a mi mente aquellas que ensalzaban el libro en cuestión hasta alcanzar el paroxismo, de tal modo que ni el propio autor se veía capaz de asimilar tantas alabanzas juntas sobre su obra, o por el contrario, esas otras que lo hundían con tal saña delante del público asistente, que éste, lejos de acabar deseando su lectura, optaba por escapar de ella, como si de las páginas de instrucciones de cualquier complicado aparato doméstico se tratara.

Huyendo yo de tales irreverentes recuerdos, ésta de hoy intentará ser una presentación moderadamente breve y relativamente objetiva. Y digo relativamente objetiva, porque me vincula una ya antigua amistad con
Pepe Cervera, al que conocí allá por el año 1990, cuando él todavía llevaba debajo del brazo aquel conjunto de poemas llamado Tessella -con el que había obtenido un año antes el primer premio del certamen de poesía “Miguel Hernández“ y la publicación en la “Editorial Aguaclara“-. Y es que, aunque a veces no se diga demasiado o se haga con la boca un poco distraída, el autor de El tacto de un billete falso que hoy presentamos comenzó escribiendo poesía, circunstancia que yo no me resisto a revelar, precisamente por tratarse de un género tan querido para quien os habla.

También es justo reconocer que el resultado poético de
Pepe Cervera no representaba un paradigma de la lírica al uso y ya denotaba un más que apreciable coqueteo con el género narrativo, tanto en su forma como en su fondo. Leamos a título de ejemplo un fragmento de su poema Preámbulo de un epílogo del libro Tessella:

Primero me preguntaste de qué sirve enamorarse, si el amor, en definitiva, se traduce a tristeza.
Después, para qué empeñarse en estar tristes, en ir tejiendo recuerdos que, más temprano o más tarde, se perderán en el laberinto de la memoria.
Más tarde, que si para mí era cierto aquello de que la memoria está reñida con la distancia.
Yo, como única contestación a todo, te pregunté por qué ese afán interrogativo te invadía siempre antes de hacer el amor en todos y cada uno de nuestros reencuentros”.

Centrándome ahora en el objeto de la presentación que nos ocupa, os confesaré que su autor, al entregarme una versión ya prácticamente definitiva del libro, me dijo que el nexo de unión, de haber alguno, entre los distintos cuentos que lo componían era el de estar habitados por unos personajes que acababan de perder la felicidad o estaban a punto de encontrarla. Pero ¿de qué felicidad hablamos?.

Tal vez estemos en uno de los momentos de la historia en que más se habla de la felicidad, en que más se persigue y más visionarios surgen proponiendo múltiples y curiosos métodos para alcanzarla. ¿Será precisamente porque vivimos tiempos más bien “no felices“, en los que se han erigido como soberanos los valores puramente materialistas, desterrándose otros, si no estrictamente espirituales, sí al menos más generosos o altruistas?, ¿tiempos en los que todos ciegamente creemos que seremos más dichosos cuando toquemos ese falso bienestar por el que nos pasamos luchando la mayor parte de nuestras vidas?.

Intentar monopolizar la definición de la felicidad no deja de ser un ejercicio de soberbia o un serio intento de manipulación. El propio diccionario de la Real Academia Española cae con su simpleza en una definición materialista acorde con los tiempos que corren: “Estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien”; y luego cita un par de sinónimos no demasiado complicados: “Satisfacción, contento”. Por su parte, alguna enciclopedia profundiza un poco más y nos da un concepto tal vez más amplio y perfilado de la felicidad: “Situación del ser para quien las circunstancias de su vida son tales como las desea”. Es decir que, para llegar a ser feliz, lo primero es saber de qué quiere uno rodear su existencia, qué es lo que ambiciona o con qué se conformaría. Esta última podría admitirse como una definición básica de la felicidad, incluso como un acertado punto de partida desde el que trabajar para obtenerla. Pero aun creyendo haberla alcanzado siquiera temporalmente ¿qué hacer para ponerla a salvo?

Los personajes de estos relatos, en ocasiones, no saben por qué han perdido la felicidad, si la tuvieron, ni qué hacer para recuperarla. Y en eso radica uno de los mayores atractivos del libro, en colocar al lector en el disparadero en que se encuentra cada uno de los protagonistas que asoman a sus páginas, en vestirle con la a veces fría y a veces ardiente piel de los atribulados seres que reconocemos como parte de nosotros mismos.

Sumidos en un trasmundo virtual, pero mucho más humano y coherente que el que nos ofrecen los últimos adelantos cibernéticos, según avancemos en la lectura llegaremos a compartir los sentimientos de unos hijos desasistidos del cariño de sus padres, los de unos padres que han perdido el sitio ante los ojos de sus hijos, los de una bella mujer entrando en la edad madura para la que nadie la preparó a enfrentarse, los de un matrimonio extraviado entre el amor y el odio que se profesa, o los de aquel hombre que de repente se convierte en el único y quizás inútil consuelo para su más querido amigo... y en definitiva contemplaremos, junto al autor, esos cruciales momentos de la vida en los que se diría que hay que elegir entre tomar a solas una arriesgada decisión o dejar cobardemente que decidan por nosotros.

No voy a desvelar aquí las claves del argumento de ninguno de los cuentos que componen el libro, pero sí me gustaría constatar la acertada elección de los temas que los inspiran, la cotidianeidad elevada de escalón hasta dotarla de un trasfondo de sencillez misteriosa, de un cierto sabor de “novela negra” sin los clásicos personajes, ni los clásicos sucesos, que caracterizan ésta última.

Y todo esto entronca con las fuentes en las que reconoce haber bebido Pepe Cervera, esa narrativa breve norteamericana de la que son buenos exponentes Carver, Cheever y tantos otros. Simplificando al máximo el universo narrativo de estos dos últimos escritores citados, se podría decir que mientras el primero maneja personajes que viajan en trenes marcados por una asumida desdicha, el segundo lo hace con protagonistas que creen estar a salvo hasta que su destino les obliga a apearse otra vez en el oscuro andén de la infelicidad.

Las historias de Cervera transitan quizás por una “tercera vía“, un camino de hierro en el que se alternan los tramos seguros con los altamente peligrosos, en el que los viajeros realmente dudan si llegarán alguna vez a una apacible estación de término o si en cualquier momento descarrilarán sus vidas.

Además nuestro autor aporta formalmente su toque personal: un tono más que cinematográfico en la concepción de las escenas. Tanto que incluso algunas de ellas podrían catalogarse como una verdadera sucesión de rápidos planos generales, medios y primeros planos. Veamos al respecto este pequeño fragmento del relato titulado “Destellos tornasolados”, que por cierto forma un curioso díptico, repitiendo protagonistas, con el cuento que inmediatamente le sigue:

Sin embargo, hoy, a primera hora de la tarde, cuando la vemos abandonar el edificio donde trabaja, cargando con una bolsa de deporte que contiene una muda y la ropa que utiliza para sus ejercicios físicos, ya sabemos que al humedecer el perfil de su boca con la punta de la lengua y tragar saliva, notará un sabor de esparto al final de su garganta, y se sentirá torpe, agarrotada, como si se hubiera colado en una fiesta en la que no va a ser bien recibida.

Se detiene un momento en la calle y duda si coger un taxi. No le gusta esa sensación que la atenaza. Comprueba la hora en su reloj de pulsera. Mañana sin falta debe enviarle la invitación a Antonio Delinde, un crítico influyente del que está segura recibirá el apoyo que necesita para la exposición de Gustavo. Se lo debe. Saca una pequeña agenda del interior de su bolso de mano y lo anota. Faltan cuatro días para la inauguración. Cuenta mentalmente. Desconfía del servicio de correos. Mejor será llamarlo por teléfono, esta misma noche. Corrige lo anotado. Vuelve a comprobar la hora y comienza a ponerse nerviosa...

Esa agilidad narrativa y esa profunda implicación que Cervera logra despertar en el lector serían algunos de los principales rasgos que podrían definir esta colección de cuentos que hoy presentamos. Y también una calibrada dureza que se deja sentir a lo largo de los catorce textos que como catorce asaltos de un combate vital se van librando sobre el cuadrilátero que representan las páginas abiertas de este libro.

Yo, por mi parte, he intentado encajar como un buen fajador la amplia gama de sordos y estratégicos golpes que a veces me llovían desde estos relatos, y en ocasiones me he sentido aliviado al terminar su lectura, como debe sentirse un púgil al escuchar el salvador sonido de la última campana.

Confío en que otros, enfrentando este libro, acaben también con los ojos del alma amoratados y empiecen a dejar de buscar cualquier indicio de felicidad en el áspero tacto de un billete falso.

El tacto... en EL PAIS


El periódico EL PAIS, en su edición de la Comunidad Valenciana, se hace eco hoy de la presentación de El tacto de un billete falso que, como ya sabéis, tuvo lugar en la Casa del libro de Valencia el martes, 16 de octubre de 2007.
Pinchad aquí para leerlo.

jueves, 11 de octubre de 2007

Carlos de la Peña y el tango

Allá por 1986 el segundo vinilo de Antonio Bartrina y sus Malevaje —Fernando Gilabert, Ramón Godes, Edi Clavo y el maestro bandeonista Osvaldo Larrea—, vino a descubrirme lo que a lo largo de las últimas dos décadas se ha ido afianzando como una de mis contadas debilidades: el tango. Pude disfrutar del directo de Malevaje en varias ocasiones, así, a bote pronto, que yo recuerde, en la sala Continental y en el Teatro Valencia Cinema, ambos locales desaparecidos en la actualidad. Años más tarde descubrí a Carlos de la Peña —cantor de tangos porteño afincado en Valencia desde hace casi dos décadas— y desde entonces he frecuentado sus actuaciones en diferentes bares de la ciudad como la Malquerida, Berretín de Buenos Aires, Tango y Truco...

Recuerdo la primera vez que lo vi: La presencia de Carlos de la Peña, casi con 80 años a cuestas, vestido con traje cruzado, pañuelo y camisa a juego, me impresionó por su señorío, su seriedad, una aparente altivez que podía llegar a confundirse con una fanfarronería excesiva. No obstante su carácter dicharachero desterró muy pronto la imagen que me pude formar entonces. Carlos de la Peña posee una voz firme, atronadora, capaz de agrietar el cristal de los vasos o despeinarte a cien pasos de distancia; una voz que tan pronto se ajusta a las pautas de monotonía marcadas por los vates, como se impregna de las melodías más hermosas que en su día compusieron Osvaldo Pluguiese, Anibal Troilo, Carlos de Sarli, Osvaldo Fresedo… El tango que de la Peña canta es un tango rabioso, invencible, arrollador desde la primera estrofa; avanza con paso elegante y ritmo preciso, buscando sumergirse siempre en el aliento poético. Más que hablar de sentimientos los transmite, esa es una de sus virtudes. Durante mucho tiempo me he preguntado qué hacía yo con apenas veinte años escuchando tangos, pero me basta reflexionar sobre las historias que el tango cuenta —ambientes prostibularios, amistad, desengaños amorosos (los malévolamente llamados lamentos de cornudo), afrentas y venganzas, peligros y aventuras vividas en un mundo de arrabal— para obtener la respuesta, que en definitiva viene a ser la misma respuesta a otra de mis frecuentes preguntas: ¿Qué hago yo con más de cuarenta años escuchando tangos?

Soy consciente de que en la actualidad —en esta época en que todos los esfuerzos por difuminar la diferencia entre sexos no hacen más que evidenciarla— no es difícil encontrar quien afirme que el tango abusa de una óptica machista. Sin embargo, yo opino que igual de difícil resulta encontrar a una mujer que, después de escuchar En esta tarde gris, Por qué la quise tanto, o Tan sólo tú, no se sienta halagada por la devoción que se les dedica a través de sus letras. Toda esa prepotencia, esa superioridad, esas cualidades que a simple vista ensalzan al hombre en detrimento de la mujer, no son más que una máscara con la que disfrazar el sometimiento de aquel. El hombre de tango ha decidido sacrificar su orgullo, humillarse, admitir la derrota frente a una fatalidad que le impide seguir viviendo cuando su amor no es correspondido.

Llevo más de media vida escuchando tangos: Garufa, A media luz, Malevaje, Margot, Calavera viejo, Ventarrón, Cambalache, De puro guapo, Tres amigos... Hay quien sitúa su origen ni más ni menos que hace cuatro siglos, en las fiestas que los negros llegados entonces a río de la Plata organizaban para recolectar fondos destinados a la redención de la esclavitud de sus hermanos de raza. Por mi parte prefiero situar su umbral ni más allá ni más acá que en el mismo corazón, ahí es exactamente donde el tango tiene su epicentro y es desde ahí que se propaga en ondas vibratorias, sacudiendo a su paso cada una de las células de nuestro organismo, estremeciendo, alterando cada una de las emociones que se alojan en lo más recóndito de aquello que en el tango llamamos alma.

Y si no, que se lo pregunten a Carlos.

El bar Tango y Truco y la Asociación Cultural Arte Somos organizan un gran homenaje al cantor de tangos Carlos de la Peña en su 60 aniversario de carrera artística para el próximo 20 de octubre de 2007 en el teatro Flumen de Valencia (C/ Gregorio Gea nº 15), con la participación de músicos destacados como Antonio Bartrina, Ernesto Urra, Rafa Archela, o Gabriela Castillo, entre otros.

lunes, 1 de octubre de 2007

El tren de las cinco cuarenta y ocho vs. El tren

Para Miguel Ángel Muñoz

“El tren de las cinco cuarenta y ocho” —premio Benjamín Franklin magazine award en 1955— se publicó veinte años antes de que John Cheever y Raymond Carver coincidieran como maestros en los talleres de escritura creativa de la universidad de Iowa, en 1973.
En esta ocasión Cheever escribe un relato que ya desde el principio puede entenderse como una estampa sobre la hipocresía y la falsedad que rige la conducta del hombre moderno, un discurso sobre las diferentes capas sociales que se manifiestan en una gran ciudad, sobre el desprecio que hacia el prójimo anida en cada uno de nosotros, seres individualistas, soberbios y prepotentes.

El agua fría derramándose sobre su cara y sus manos, el olor desagradable de las cunetas y del asfalto húmedo, la conciencia de que se le estaban empezando a mojar los pies (…) parecieron acrecentar la amenaza que suponía su perseguidora. Todo lo que rodea a Blake, el protagonista, es una provocación para su estado de ánimo, incluso la lluvia vespertina aumenta el efecto intimidatorio que produce ser perseguido por una mujer, circunstancia que le resulta molesta e irritante de una forma desproporcionada. Los personajes de Cheever, cuya conducta se ve condicionada por una desmedida propensión a la complejidad, eligen gobernar sobre el curso de sus vidas, decidir, valerse de la propia voluntad para que el mundo se acompase al ritmo de su existencia, y no al contrario. La vida no puede verse alterada por la fortuna o la fatalidad. Los hombres y mujeres sobre los que Cheever escribe aspiran a una fuerza que les permita moldear su destino, y en algunos casos, creen poseerla.
Blake ni siquiera recuerda el nombre de la mujer, pese a lo orgulloso que se siente del alcance de su memoria. Sabemos que meses atrás ella trabajó como secretaria de Blake y que éste, considerándola estúpida, vulgar e insignificante, apenas tardó tres semanas en hacer que la despidieran. También sabemos que Blake es un individuo orgulloso, —egoísta, como todos los que cavilan en torno a su corazón, así describió Nathaniel Hawthorne a uno de sus personajes y así podríamos describir al nuestro— con un alto grado de complacencia hacia sí mismo. Sentado en el tren echa un vistazo a los pasajeros que lo acompañan; mientras tanto, Cheever nos describe en un par de párrafos admirables la sociedad en la que habita, comunidades cerradas, pretenciosas, garantes de una moral tradicional y conservadora. Lo hace con cierto sarcasmo, dejando claro que nuestro hombre sigue acomodado un peldaño por encima de sus vecinos.
Miss Dent, que así se llama la mujer que ha seguido a Blake, ha adoptado la decisión que a muchos de nosotros nos gustaría tomar en más de una ocasión: Quitar de en medio a todo aquel que interfiera nuestra marcha hacia la felicidad. Lo intimida con un revolver, aunque en realidad no pretende matarlo. La existencia de ese hombre le parece mezquina y al cabo ella considera que su sensatez y su dignidad le impiden actuar de forma tan degradante.

Hasta que se dio cuenta, por su actitud, por su aspecto, de que miss Dent se había olvidado de él; que había terminado de hacer lo que se había propuesto, y que estaba a salvo. Entonces se incorporó del todo, recogió el sobrero del sitio donde había caído y se dirigió hacia su casa.

Las últimas líneas del relato vuelven a poner a cada uno de los personajes en el punto de partida. En efecto: La vida no puede verse alterada por el azar. El suceso traumático que acaban de sufrir no basta para que miss Dent pueda aproximarse un poco más a su ansiada felicidad, como tampoco basta para que Blake empiece a distanciarse de la suya.


“El tren” se incluye en “Catedral”, el tercer libro de relatos de Raymond Carver, publicado en 1983 y escrito en una época creativa en que el autor se había propuesto alejarse del extremo laconismo que caracterizaba sus obras anteriores, para dotar a sus historias de una sustancia más evidente y suministrar a sus personajes una enjundia de la que antes carecían.

Blake cayó hacia delante sobre el polvo. El carbón le desolló la cara. Luego se tumbó por completo, llorando.

El fragmento que antecede pertenece a los últimos párrafos de “El tren de las cinco cuarenta y ocho”, y es, precisamente, el punto desde el que se inicia el relato de Carver. Ahora encontramos a miss Dent en el momento siguiente en que Cheever la había dejado. Acaba de abandonar al hombre tirado en el polvo y se encamina hacia la estación de ferrocaril —De ningún modo Carver nos dará a conocer los antecedentes al momento en que se desarrolla la acción. Si no se ha leído con anterioridad el relato de Cheever se desconocerá por qué la mujer ha estado encañonando al hombre con un revolver. Trataba de hacerle comprender que no podía seguir pisoteando los sentimientos de la gente: Esa es la única alusión al conflicto—, donde coincide con un anciano y una mujer de mediana edad que a primera vista juzga estrambóticos. Miss Dent piensa que han tenido que salir corriendo de algún sitio o que se encuentran demasiado bebidos. El protagonismo del relato es adquirido de repente por estos dos personajes. Nuestra atención se aparta de miss Dent, conquistada por la tensión que palpita entre el anciano y la mujer. Mientras discurre la acción se nos sugiere que una incógnita, un acontecimiento del que no poseemos información, es la causa de su inquietud. Miss Dent prefiere mantenerse al margen, no participar en la conversación, pese a las alusiones o provocaciones de que es objeto. Llega el tren. Los viajeros que ya lo ocupan, al verlos desde sus asientos, parados en el andén, piensan que los tres iban juntos; y tuvieron la seguridad de que, fuere cual fuere el asunto que les tenía ocupados aquella noche, no había tenido un desenlace satisfactorio. El autor no pone nada de su parte para que la impresión que también el lector recibe sea distinta. Nos invita a participar en el equívoco. Ahí radica una de las diferencias entre los enfoques de ambos autores. Carver sí permite que sus personajes sean inquietados por ese mundo que les rodea, en este sentido son más vulnerables. Son personajes que se resignan, se conforman con esa incapacidad que los somete y les impide influir en su entorno.
Con todo no existe razón alguna para que estos tres desconocidos despierten más que una fugaz curiosidad, ya que el mundo está lleno de historias de todo tipo. Los viajeros siguen pensando en sus cosas, preocupados por sus propios asuntos. Al fin y al cabo, cada uno de nosotros vive convencido de la magnitud de su propia existencia. Nuestros problemas —ya sean trascendentes o insignificantes—, los sucesos más cotidianos que nos acontecen, representan nuestros miedos y nuestros más estruendosos fracasos.

Quiero imaginar a Raymond Carver y a John Cheever en una de las tantas noches etílicas que compartieron en Iowa; los quiero imaginar viajando en el coche del primero en busca de alguna tienda de licores abierta a altas horas de la madrugada. Quiero imaginar que fue entonces cuando Carver decidió tomar prestada a miss Dent para escribir “El tren”, y que Cheever, al no conformarse únicamente con la dedicatoria que aquel le prometió y que encabeza el relato, quiso esconderse entre los viajeros que aquella noche miraban por la ventanilla y deleitarse —él, que ya casi había llegado al final de su camino— con el nuevo viaje que le proponía su amigo.

sábado, 29 de septiembre de 2007

martes, 25 de septiembre de 2007

El tacto de un billete falso se presenta en Valencia


Nos vemos el martes, 16 de octubre de 2007, a las 19:30, en la Casa del Libro (Paseo Ruzafa nº 2, Valencia).
Me acompañarán Juan Pablo Zapater (poeta), y Vicent Berenguer (de Denes editorial)


martes, 18 de septiembre de 2007

un viejo relato

El cuento titulado EL MIRADOR obtuvo en 1992 (PUF, ¡cuántos años ya!) el premio “Literatura breve” que por entonces convocaba el Ayuntamiento de Mislata. Entre los componentes del jurado se encontraban Vicent Berenguer, Carlos Marzal, Juan Pablo Zapater y Vicente Gallego, todos ellos escritores con un criterio incuestionable.
Dicho premio prometía —basta echar un vistazo a la lista de premiados: Felipe Benitez Reyes, Antoni Martí, Juan Manuel de Prada, Ramón Guillem, José Luis Martínez… — y es una pena que a los pocos años dejara de convocarse.
Me decido a transcribirlo a continuación porque en la actualidad resulta imposible encontrar los cuadernillos que se publicaban con los relatos ganadores, y porque hoy lo he vuelto a leer y —la verdad— sigue gustándome.



No puedes imaginar las cosas que me piden que haga.
SIGOURNEY WEAVER en La calle de la media Luna


Son las seis de la tarde.
Estamos en pleno verano, a mediados del mes de agosto. El sol cae demasiado violento. Es insoportable.
Ella, la mujer, ha entrado sin encender la luz porque no debe encenderla, le ha dicho que no la encienda. “Bastará con la luz que dejen pasar las persianas”. Ha esperado un momento, junto a la puerta, tal vez a que sus ojos se acostumbren a esa penumbra vaga, y ha ido luego directamente a sentarse en el borde de la cama.
A través de una puerta, al fondo de la alcoba, se escucha el gotear irritante de un grifo. Todo lo demás está muy quieto allí dentro. Hasta el tiempo parece detenido.
Ha cruzado sus piernas con algo de resignación, e inclinado su cuerpo apuntalándolo con un codo sobre la almohada. Mira a su alrededor. Parece incómoda, un tanto acalorada. Observa el papel pintado que cubre las paredes, sus manchas de humedad. Observa la huella blanca del interruptor a media altura, entre el cabezal y la mesilla de noche. Observa también un cenicero de hojalata colmado de colillas y advierte de pronto el olor hiriente y seco de la ceniza, de un humo antiguo que ha viciado el aire de la alcoba como si nunca hubiese sido ventilada. Lo escudriña todo con la mirada sin demasiado interés, con aburrimiento. El suyo es un modo de actuar manejado por la monotonía y el oficio, adiestrado para la interpretación de esta escena.
Se mueve. Se levanta y camina descalza y lentamente hasta el centro de la alcoba. La cruza y se detiene frente a un espejo de cuerpo entero colgado en la pared, mirándose, de pie y sin moverse. Embelesada estudia el volumen de sus senos bajo la blusa. Los adivina firmes y sólidos. Los toma entre sus manos, los dos, muy fuerte. No lleva sujetador.
Se mueve desperezándose, se contornea un poco, imita a un reptil hechizado, a una serpiente asomándose al borde de un capazo de esparto mientras suena la música de una flauta encantadora. Ella sabe hacerlo, le ha dicho que lo haga bien, “como otras veces”, eso le ha dicho. Sacude revoltosamente su cabeza y el cabello se le alborota derramándose como una cascada sobre su rostro deformado, con una mirada de loca rabiosa, o de deseo.
Muy despacio comienza a desabrocharse la blusa. Sus dedos tantean con apetito, buscan, acarician expertos; rozan hasta que los poros de toda su carne se rebelan, hasta que sus pezones se endurecen como botones de nacar y entonces ella, la mujer, remanga la falda hasta su cintura y se acuclilla quedándose quieta de nuevo, abriendo un poco sus piernas, mostrándose. Tampoco lleva bragas.
Se ha quitado la ropa. La mujer totalmente desnuda está en el suelo.
Ha cerrado sus ojos al sentir el frío de las baldosas en la carne de sus nalgas, en su espalda, en sus muslos también, y eso la estremece, y sonríe. Extiende sus brazos y costosamente hace rodar su cuerpo quedando tendida bocabajo, sobre su vientre y sus tetas aplastadas, ignorando intencionadamente al muchacho que ha entrado en la habitación con sigilo y se ha parado justo detrás, a dos pasos de ella, contemplándola.
Poco a poco, concediendo a su balanceo una lasitud provocadora, se va incorporando hasta quedar apoyada sobre sus cuatro extremidades como un animal. Y esa mirada de laca rabiosa se vuelve ahora felina, Se llenan de un brillo lascivo sus ojos de pantera, esperando, aguardando que él, el muchacho, más joven que ella, mucho más joven, casi un niño, termine de desvestirse y se acerque a ella por la espalda y la acaricie. Que la descubra con el tacto, que se la aprenda igual que un ciego. Que la tome suavemente, casi con cariño primero y luego con rabia. Que la golpee, “debe verse bien cómo te golpea”, le ha dicho, “que te maltrate, eso excita”. Y ella lo ha hecho, se ha dejado golpear con las manos abiertas en sus piernas y en sus caderas, a ambos lados, sujetándose el muchacho con fuerza a sus cabellos lo mismo que un jinete a las riendas. Inclinándose sobre ella para murmurarle al oído, casi sin voz, palabras obscenas. Amenazándola con hacerla gritar, hacerla morir de placer y de dolor. Prometiéndole también romper sus entrañas, partirla en dos, llegarle hasta lo más hondo.
Así, uno dentro del otro, los dos acoplados, parecen dos fieras entre el follaje oscuro de una jungla. Dos fieras ejecutando una ceremonia que tiene nada de premeditación y todo de instinto, lo mismo que un acto de supervivencia, por eso resulta tan grotesco y tan salvaje.
La mujer, ahora, muerde sus labios, acaricia su vientre, su cintura, exagerando la sinuosidad de su cuerpo. Siente el gusto espeso de su sangre y su sudor al lamer la comisura de su boca. Se dobla, se contorsiona hasta crugirle los huesos, estira uno de sus brazos, se esfuerza para alcanzar ligeramente, para rozar con la yema de sus dedos los testículos, la cara interior de los muslos, el miembro húmedo del muchacho que se revuelve con más furia, con más excitación, con más rapidez y gime de dolor y de rabia. Deja el muchacho extinguirse un bramido de agonía entre sus labios porque no quiere, porque aún no, porque desea que dure toda la tarde y la tarde toda la vida cuando se aparta irremediablemente, se sale de dentro de ella sin soltar sus caderas y vierte el esperma a ciegas, sin mirar, sobre su espalda.
El líquido surge entre los espasmos del cuerpo del muchacho, a borbotones, y está caliente y huele. Anega la habitación con su olor.
El muchacho se ha quedado quieto, de rodillas, inmóvil, respirando con dificultad. Su miembro se ha desplomado sin vida entre sus muslos, gordo y enrojecido.
El aire se ha vuelto pesado, podría decirse irrespirable. La calma es de repente más exagerada, más profunda. Solo de vez en cuando el ladrido de un perro se escucha a través de la ventana como algo muy lejano. También el ruido del motor de un automóvil llega ahora desde la calle. Y luego de otro. Y de otro. Después el silencio vuelve.
Ella nuevamente se ha tendido bocabajo, satisfecha, y ha dispuesto sus brazos formando una cruz. Hace calor, piensa. Y sonríe, ensaya un gesto malicioso, un estremecimiento ya involuntario cuando él comienza a frotarle la espalda de arriba a bajo, cuando le frota los hombros y la nuca y lleva los dedos hasta su boca y los introduce para que ella los muerda sin violencia, sin hacer daño, cuando le acaricia sus nalgas untando el esperma como un aceite, repartiéndolo como una grasa por todo su cuerpo.
Ella siente de pronto los labios de él sobre su nuca. Ya no siente sus manos, siente su lengua, la humedad de su aliento, su calidez, y el calor aumenta. Sabe que él también se ha tendido en el suelo, entre sus rodillas. Que le abre sus piernas, que las aparta porque le estroban para besarla sin dificultad, para lamer sus nalgas, para lamer sus muslos como un felino, con largos lengüetazos. Que la incorpora un poco para introducir la lengua con la rapidez de un navajazo en su vagina, y luego extraerla, acercarla y alejarla, y descender hasta esa abertura carnosa, empapada en sus propios flujos, anegada. Ella, la mujer, consiente. Sabiéndose derrotada consiente y se complace un poco perversamente en esa tortura lenta a que está siendo sometida, porque él, el muchacho, está cumpliendo sus promesas, llevando a cabo sus amenazas. Le está llegando hasta lo más hondo.
La mujer respira ahora sofocada, jadea exageradamente, deprisa, más deprisa y fuerte. Se agita, se incorpora, se retuerce, se tiende. Sus dedos se tensan, arañan el suelo en una reacción de impotencia, se aturde. Es el vértigo lo que ella siente. Debe girarse pero no puede, debe mostrar sus ojos ahora, se lo ha ordenado, “quiero verte la cara cuando te corras”, pero es incapaz de ese esfuerzo. Es incapaz de todo. Tan sólo consigue arquear su cuerpo hast ael límite y pensar que se vacía. Lo sabe, sabe que se vacía. Sabe que su sexo es un animal salvaje, es el corazón de una bestia malherida que se agita segundos antes de morir. Y palpita. Lo siente palpitar, al principio desesperadamente, igual que un pez fuera del agua, y luego más lento, más lento, mucho más lento cada vez, se apaga y es la calma. Es una quietud de océano.
Es entonces cuando ella abre los ojos sobresaltada, con un sentimiento a medio camino entre la sorpresa y el terror, igual que si los faros amarillos de un automóvil la hubiesen deslumbrado paralizándola en mitad de una carretera, y enseguida piensa que está tremendamente fatigada. Piensa que le duelen las piernas. Y quiere dormir.
En ese mismo instante, casi simultáneo al orgasmo de la mujer, ha comenzado a escucharse un gemido, una respiración a duras penas contenida. Una respiración ajena. Algo feo cruzando la alcoba como un gruñido la noche de una ciudad con niebla. Inmediatamente todo queda en silencio. Los cuerpos del muchacho y de la mujer tirados en el suelo, yaciendo quietos igual que dos marionetas sin hilos, sin tocarse ni mirarse, los ojos fijos en ningún lugar, fijos en la nada. Sin hablar. Absolutamente callados. En reposo.
Ahora sólo se oyen las respiraciones.
Hace ya unos minutos que ese murmullo débil y cadencioso es lo único existente cuando el hombre surge de la penumbra, se adelanta dos o tres pasos, complacido, disimulando con torpeza el desorden de sus ropas. Ha permanecido todo el tiempo oculto en un rincón y ahora se adelanta y se mueve lentamente, como un espectro entre el humo denso de un paraje cenagoso. Se acerca a la cama vuelve el rostro y observa los cuerpos con una atención insistente, todavía con un rezagado destello de pasión en la mirada. Deposita cuidadosamente un fajo de billetes sobre las sábanas y abandona la alcoba igual que si lo hiciera atravesando sus muros, cerrando la puerta tras de sí muy despacio, sin hacer ruido. Ningún ruido.

... … …

Es tarde. Las diez. La noche comienza ya a envolver las calles perezosamente, con la discreción de un velo de seda, cuando el hombre regresa a su casa.
El calor se mantiene.
Ha escuchado al entrar, todavía con los dedos apoyados en el pomo de la puerta, un ruido de agua al final del pasillo, en el cuarto de baño. Ha mirado en torno suyo como para cerciorarse de que está solo, y se ha quedado quieto después de peinar sus cabellos hacia atrás con los dedos. Está fatigado. Ha estado así durante un momento, con los brazos caidos tal vez en señal de abatimiento, sin moverse.
El hombre piensa en su mujer, no piensa ya en otra cosa. Ha dejado de pensar en todo lo que no sea ella. Minuciosamente imagina la forma de su cuerpo, la silueta esbozada como un bulto borroso al otro lado de la cortina de la ducha.
Rápidamente lo que era algo parecido a un sentimiento de vergüenza deja paso a un indicio breve de ansiedad, a un sudor frío en el pecho y las axilas y una debilidad repentina en las rodillas. El hombre lo intuye: es otra vez el deseo que vuelve, se afianza. De nuevo ese apetito que acecha en algún recoveco de su vientre, la curiosidad voraz por ese cuerpo desnudo que descubre, al fin, asomándose al vano de la puerta entornada, difuminado y turbio al otro lado de la cortina opaca, bajo el chorro de agua fría.
En silencio, como un ladrón, con miedo a que un fortuito movimiento suyo delate su presencia, el hombre la contempla con avidez enjabonarse lentamente los hombros y los brazos. Los senos. Sí, los senos también, demorándose uninstante sobre ellos, evitándolos muy despacio. De la misma forma que si ella se supiera observada recreándose con vicio sobre el vello rizado de su pubis.
La mirada del hombre es intensa. Tremendamente intensa. Es atónita.
El hombre no respira. No se mueve. No quiere que ella lo descubra mirando, todavía no. Por eso no se atreve a respirar. Sólo contempla y escucha mientras ella suspira un par de veces. Suspira profundamente. Se relaja. Se abandona permitiendo que el agua arrastre la espuma a lo largo de sus piernas.
Antes, en el pasillo, lo ha imaginado y ahora todo es igual a como él pensaba. El hombre lo ve: el rostro de su mujer levantado hacia el techo, sus labios un poco entreabiertos, los párpados cerrados. Y sus manos. También ve sus manos, sus caricias, esos gestos que parecen falsamente adormecidos, esos hábiles movimientos que quizás ella ejecuta únicamente para que él la contemple.
El deseo es ya enorme, insoportable, casi le duele. El hombre se clava las uñas en el costado de un muslo y luego acerca una mano hasta sus ingles y la deja allí, sin movimiento.
Ella, con la espalda apoyada en la pared del fondo, se toca con cuidado. Con mucha suavidad acaricia sus caderas y sus muslos, a ambos lados, allí donde le duele, porque hoy ella lo ha hecho. El hombre le había ordenado “que te maltrate, eso excita”, y ella, su mujer, lo ha hecho. Esta tarde se ha dejado golpear por el muchacho.
Y el muchacho, muy joven esta vez, casi un niño, sin experiencia, la ha golpeado al parecer con excesiva dureza.

martes, 11 de septiembre de 2007

La carretera - Cormac McCarthy




¿Qué más se puede decir de Cormac McCarthy?
Cuando apenas lleva una semana en las librerías españolas es difícil encontrar alguien que no haya oído hablar ya del argumento apocalíptico de la última novela del autor estadounidense: Un hombre conduce a su hijo hacia la costa a través de una tierra devastada. Hacia el sur, a pie, empujando un carro de supermercado, atravesando bosques calcinados y ciudades fantasma. ¿Por qué? ¿Qué hay en la costa? ¿Qué espera encontrar allí? El hombre no lo sabe, sin embargo su único objetivo es alcanzarla, vive para conseguirlo. No conocemos el nombre del padre ni el del chico, pero eso no importa en absoluto, porque ambos habitan un mundo que tiende a extinguirse y en el que las palabras ya no sirven para nombrar las cosas. Hace frío, llueve casi todo el tiempo, la ceniza cubre la tierra, contamina la atmósfera, el agua y la comida escasean, hay hombres que comen hombres, que comen niños para sobrevivir...

Después de la vertiginosa “Meridiano de sangre”, después de la estremecedora “Todos los hermosos caballos” (la escena que describe al protagonista, John Grady Cole, contemplando a su amada emergiendo del agua, y la que detalla la pelea en la que este se ve envuelto en una prisión de México, son de lo más sublime que puede encontrarse en la literatura de los últimos tiempos) ¿qué más se puede decir de Cormac McCarthy? Todo indica que a sus setenta y cuatro años ha dejado de ser un autor de culto para convertirse en un autor de masas, y lo malo, o lo bueno, depende de para quien, es que merece ser ambas cosas.

En esta ocasión McCarthy se transforma en mago, aunque no existe truco alguno en el manejo de lo que se lleva entre manos. Todo lo que se obtiene después de leer “La carretera” es auténtica magia, alquimia, brujería. Al igual que los genuinos chamanes siberianos, depositarios de toda sabiduría, el autor se sirve de una facultad sobrenatural para perturbar nuestra percepción de la realidad. Abandona aquí las extensas frases de obras como las dos citadas anteriormente para afinar la precisión narrativa que ya nos mostró en la novela “No es país para viejos”, publicada en el 2006, lo que ni le quita ni le añade, simplemente demuestra la maestría que ejerce en cualquier distancia que se proponga. La novela es como un gran poema épico. Un hermoso poema en prosa. Los párrafos cortos en que está estructurada ayudan a crear un clima constante y lineal que para nada podemos considerar inoportuno, todo lo contrario, muy pronto nos convencemos de que no existía otra manera de narrarla. Cormac McCarthy ha forjado un relato con efectos mántricos. A lo largo de toda la lectura subyace una vibración hipnótica que atrapa al lector desde la primera página, consigue dominarlo, suspender sus funciones anímicas; y cuando ya lo tiene atrapado, sin capacidad de decisión, lo sacude con una descarga de violencia o de ternura que lo sobrecoge. El libro se lee de un tirón pero de tanto en tanto el lector se ve obligado a parar. Es necesario detenerse, paladear, ralentizar la lectura, respirar hondo porque la historia nos está dejando sin respiración.

Hacía mucho tiempo que no ya un libro, sino algo, cualquier cosa, me emocionaba de una manera tan intensa como lo ha hecho “La carretera”. No he dejado de temblar mientras lo leía. Reconozco que he llorado cada vez que el hombre observa a su hijo dormido y se pregunta si llegado el momento tendrá fuerzas para matarlo, si podrá escoger entre dispararle o aplastar su cabeza con una piedra. He llorado cada vez que el hombre implora a Dios sin obtener respuesta, cada vez que se confiesa incapaz de imaginar pensamientos sobre la belleza o la bondad. He llorado cuando el hombre entrega el revolver a su hijo y le explica cómo saltarse la tapa de los sesos… Si te encuentran vas a tener que hacerlo. ¿Entiendes? Chsss… Nada de llorar. ¿Me oyes? Ya sabes cómo hacerlo. Te la metes en la boca y apuntas hacia arriba.

En todas las edades de la humanidad quien posee el fuego posee la verdad y posee el futuro.

Y no nos va a pasar nada malo.
Desde luego que no.
Porque nosotros llevamos el fuego.
Así es. Porque llevamos el fuego.

En distintos momentos de la novela sus dos protagonistas dialogan sobre el fuego. El fuego lo es todo: la sabiduría, la entereza, la honestidad, la rectitud, la justicia... El fuego los resguarda y los conduce, es una pertenencia que los define, que los hace ser como son y les ayuda a no perder la esperanza. Porque en definitiva no se trata de llegar a un mundo mejor, sino de ser mejores en cualquiera de los mundos, incluso en el infierno que les ha tocado habitar.

¿Dónde está? Yo no sé dónde está el fuego.
Sí que lo sabes. Está en tu interior. Siempre ha estado ahí. Yo lo veo.


Lo dos protagonistas de “La Carretera” poseen el fuego.
Cormac McCarthy también. Está en su interior. Yo lo veo.

jueves, 6 de septiembre de 2007

sobre el premio SETENIL

El Premio Setenil al Mejor Libro de Relatos Publicado en España, patrocinado por el Ayuntamiento de Molina de Segura, ha sido convocado ya en cuatro ocasiones. Los jurados estuvieron presididos en las tres anteriores, respectivamente, por escritores de prestigio nacional como Juan Manuel de Prada, Luis Mateo Díez y Luis Alberto de Cuenca. Los galardonados fueron Alberto Méndez por Los girasoles ciegos, Juan Pedro Aparicio, por La vida en blanco, y Cristina Fernández Cubas, por Parientes pobres del diablo.
En la presente edición, la cuarta, fueron presentados a concurso 45 libros, nueve menos que en la convocatoria del pasado año, disminución que a mi entender puede considerarse sintomática, ya que dicha circunstancia indica por una parte el pobre interés que despiertan los relatos en general, tanto a nivel lector como editorial, y por otra el escaso atractivo que supone el premio para las editoriales, o incluso para los propios escritores. Y es lamentable, ya que el premio es de los pocos destinados a reconocer y apoyar un sector ignorado en este país como es el de la narrativa breve.

A continuación transcribo la relación de libros finalistas en la presente convocatoria:

Tráeme pilas cuando vengas, de Pepe Monteserín (Ediciones Trea)
Si te comes un limón sin hacer muecas, de Sergi Pàmies (Anagrama)
Alumbramiento, de Andrés Neuman (Páginas de Espuma)
La sombra del caimán y otros relatos, de Manuel Moya (Onuba)
Sin ti, de Mara Torres (Aguilar / Santillana)
La mujer sin memoria, de Silvia Sánchez Rog (Lengua de Trapo)

El jurado, presidido en esta ocasión por la escritora Ana María Matute y formado por José María Jiménez Cano y José Belmonte Serrano, emitirá su fallo a finales de octubre.

Por mi parte, sin haberlos leído todos, tenía mis favoritos. He de reconocer que echo de menos Perforaciones de Francisco Afilado, o Zeppelín de José Manuel Martín Peña.

En fin, allá cada cual con sus gustos.

martes, 28 de agosto de 2007

un par de relatos en RENACIMIENTO


Transcribo a continuación dos relatos, Verdugos y Verdugos (II), publicados junto con ¿Cómo va a ser lo mismo? y Uno de esos días en que todo cambia, en el número 37-38 de la revista de literatura RENACIMIENTO (diciembre de 2002).


Verdugos

Hay un grupo de niños de unos once o doce años jugando en la vieja estación del ferrocarril, justo donde acaban las vías muertas. Están acuclillados y en
el centro del corro hay una taba que ha caído del lado del verdugo. Castro se levanta de un salto, sonríe exultante y dobla el cinturón por la mitad para hacerlo restallar igual que la tralla de un látigo. Quesada tarda un poco más en ponerse en pie y lo hace lentamente, como si hubiera permanecido demasiado tiempo en cuclillas y sus piernas se negaran a enderezarse. Comienza a moverse muy despacio mientras los demás, Miki, Andrés y Quirce, lo achuchan. Se acerca a Castro y su resignación parece la de una víctima ofrecida en sacrificio; le da la espalda y cuando éste le propina un par de correazos con todas sus fuerzas, salta como si estuviese andando descalzo sobre un montón de brasas. Se queja. Dice hostia dirigiendo a Castro una mirada torva que pasa desapercibida. Le acusa de haberse pasado. Frota enérgicamente las palmas de sus manos contra sus pantorrillas pero el escozor sigue arreciando. Castro es un cabrón, piensa, míralo cómo ríe, está disfrutando de lo lindo. Quesada vuelve a ocupar su sitio entre Andrés y Quirce y traga saliva. Su mirada ceñuda sigue buscando los ojos de Castro, que resplandece fanfarrón sin darse cuenta de nada. Se siente herido, lleno de una punzante aversión, pero todos ríen a carcajada limpia y no le queda más remedio que soltar una risa forzada y reprimir las lágrimas que amenazan con dejarlo en ridículo. No pasa nada, arrieros somos. Decide esperar su turno confiando en que la suerte le permita tomar la revancha. Andrés recoge el hueso seco del suelo y sin levantar la vista dice por lo bajini no miréis, creo que acabo de verlo... ¿dónde? ¿dónde?... no miréis joder... tranquilos, dice con malicia, está ahí. Se levanta como quien no quiere la cosa, recoge un pedrusco de entre las traviesas de madera y lo lanza con fuerza hacia el otro lado del muelle de carga. Después de esto todo se precipita: Miki, Quesada, Castro y Quirce también lanzan piedras en la misma dirección; lo hacen de forma desordenada y ruidosa, apuntan hacia los restos del tabique del almacén de mercancías y a punto están de darle a ese hombre adulto que aparece de repente, observa a los niños durante una décima de segundo y comienza a correr tan rápido como le permiten sus pantalones bajados. Se mueve como un pingüino y cuando se detiene para subirse los pantalones una piedra le impacta en el hombro. Duda un instante hasta que se decide a cruzar las vías saltando entre los raíles. Se agacha otra vez para coger la cinturilla de su pantalón, tropieza, cae y rueda por el suelo un par de metros. Se levanta y sigue huyendo a trompicones, recibiendo el muy cabrón alguna que otra pedrada en la espalda. Los niños se abastecen de piedras y las lanzan a discreción hasta que una de ellas golpea la nuca del mariconazo ese y lo derriba. ¡JA! El hombre cae de bruces. Que te den por culo cabrón gritan los niños, maricón hijoputa. Se le acercan un poco sin dejar de apedrearlo. Desde la distancia a que ahora se encuentran aciertan casi todas las piedras, rebotan sobre la espalda del muy cerdo con un sonido seco, POUCK POUCK POUCK POUCK; su cuerpo, tumbado bocabajo y con el culo al aire, tiembla con espasmos de epiléptico hasta que al poco se queda quieto como un saco. Las piedras siguen impactándole pero ese maricón de mierda ya no se mueve. Ha quedado con los brazos abiertos y las piernas dobladas como una marioneta sin hilos. Paulatinamente los niños dejan de apedrearlo. Ríen con ganas, maricón maricón, chúpate esa. Comienzan a alejarse y creo que es Quirce quien dice en tono bravucón a ese le van a quedar pocas ganas de meneársela, y Castro el último de ellos que ha recogido una piedra grande como el puño y la ha lanzado hacia el cuerpo inmóvil mientras Andrés se baja la cremallera de su pantalón y comienza a mear manteniendo el equilibrio sobre los raíles. Están demasiado excitados, todos ellos. Ríen y se empujan unos a otros y todos imitan a Andrés para ver quien llega más lejos con la meada. Castro afirma que con una llave de las que se usan para abrir latas de conserva prensada por las ruedas de un tren es fácil forzar cualquier cerradura. Nadie se lo discute. Dice que una vez su hermano abrió un coche con una y consiguió ponerlo en marcha, y que incluso sería capaz de abrir una puerta blindada. Luego Miki se baja los pantalones y los calzoncillos y se pone a correr y a gritar como una mariquita y los otros le lanzan piedras procurando fallar. Se lo están pasando en grande y ninguno de ellos propone seguir jugando al verdugo, ni siquiera Quesada, que se ha quedado con las ganas de ajustarle las cuentas a Castro. Pero no pasa nada. Miki continúa a lo suyo, corriendo y haciendo el bujarra. Quirce ha cogido del suelo un trozo de madera igual de grande que un brazo y se lo pone entre las piernas como si fuera un cipote. Dice ven, cariño, no corras, ven con papaíto, y todo es de lo más divertido.

Verdugos (II)

También mataron un gato, allí, casi en el mismo lugar donde días antes habían apedreado al maricón ese que le gusta hacerse pajas acechando a los niños (¡el muy cabrón! tuvo su merecido). Se trataba de un gato callejero. Una mierda gato color gris que tenía el pelo de la panza sucio de barro seco y estaba tumbado al sol cuando llegaron. Es difícil adivinar a quien se le puede ocurrir una idea así. Puede que a Castro, que para esas cosas es el más lanzado. El aquí te pillo aquí te mato. Sí, es bastante posible que sea Castro. No se le ocurre una buena.
—Ven minino —le dijo con voz melosa—, minino, ven jodido, no tengas miedo.

Y va y el gato que levanta un poco la cabeza y lo mira con los ojos enrojecidos de sueño. Cambia de postura ligeramente con un suave ronroneo y vuelve a cerrar los párpados, dispuesto a no hacerles caso.
—Miz miz miz... —dice Andrés. Se ha acuclillado al lado de Castro y lo llama como si estuviera haciendo un pelotilla con la yema de sus dedos—. Miz miz... lindo gatito —añade, imitando la dulce vocecita de Piolín.
El gato les mira de nuevo y bosteza largamente. Se levanta, encorva el lomo y vuelve a bostezar antes de acercarse confiado para dejar que Andrés y Castro lo acaricien. Cojea de una pata trasera y está bastante más delgado de lo que en principio les ha parecido. También tiene la cuenca del ojo izquierdo vacía. Vamos, una piltrafa. Andrés se pone en pie, sonriendo con malicia, pero Castro se le adelanta con un pepinazo que lo manda al quinto pino.
— ¡Ahí va!
El cuerpo del animal va a dar contra la tapia medio derruida que antiguamente impedía el acceso a las vías. Sin dejarlo tocar suelo llega Quirce y le mete otro chupinazo. Luego se deja caer de rodillas gritando GOOOOOOOOOL con los brazos en alto.

A duras penas el gato consigue rehacerse y plantarles cara. Suelta un bufido, acurruca el morro enseñando sus colmillos, y comienza a recular sin quitarles el ojo de encima; pero no tiene tiempo de mucho más. Andrés lo agarra por el rabo y estrella su cabeza contra el suelo del andén un par de veces, CRACK CRACK, toma hijoputa, a ver a quien vas a enseñarle tus dientes ahora, mientras al animal se le apaga un maullido bronco en el fondo de su garganta. Lo suelta sangrando por detrás de una oreja. Tiene la lengua fuera y parpadea espasmódicamente. Enseguida se pone a vomitar un líquido oscuro y espeso, sangre mezclada con algo más.
—Venga cabroncete, ¿a quién querías morder tú? ¿Eh? —desafía, acertándole en el pecho con un escupitajo.
Cuando Quesada se acerca a mirarlo el gato ya ha dejado de moverse. Siente un poco de asco al pensar que está muerto. Voltea el cuerpo con la punta del pie y el gato comienza a mearse.
—Hombre, si estás aquí —se chotea Castro.
Y Quesada como quien oye llover.
Le pregunta si es un cagueta o qué.
—No me toques los cojones, Castro.
— ¡Huy!, qué miedo.
Castro se queda mirándolo por el rabillo del ojo, enarcando una ceja, sin disimular una sonrisa provocadora. Es de esa clase de tipos. Así es como a él le gusta mirar a la gente, por encima del hombro, como si estuviera de vuelta de todo y los demás no supieran ni la picha que les conviene.
Quesada aprieta los dientes y los puños y entonces alguien tiene que salir al quite para evitar que se den de hostias. Se veía venir, sobre todo desde lo del correazo del otro día. Quesada se la tiene jurada, y Castro lo sabe, aunque le importa una mierda lo que Quesada piense. Igual que le importa una mierda todo.
Andrés quiere hacer un chiste sobre la historia esa de las siete vidas de los gatos, pero nadie atiende la gracia. Se queda un momento dándole vueltas al asunto.
— ¿Son siete o cuatro?
Nadie responde. Hay un silencio.
—Y ahora qué —dice Andrés.
—Qué de qué.
— ¿Qué hacemos?
Los cuatro se levantan de hombros, mirándose unos a otros.
Hay otro silencio, no muy largo.
Quesada mira a un lado y a otro. A la izquierda, entre los primeros edificios y la vieja estación se extienden los campos y las vías muertas. Demasiado lejos. Menos mal. Pero a la derecha es fácil distinguir el interior de las viviendas del primer piso y del segundo. Puede contar hasta cuatro balcones con la persiana subida. De repente tiene miedo de que alguien haya estado observando lo que han hecho. Piensa que lo conveniente es irse de allí cagando hostias.
Y al cabo es Castro quien propone enterrarlo.
— ¿Para qué?
—Marcamos el sitio y lo sacamos dentro de tres o cuatro meses. Y vemos cómo está.
Lo dice con el tono aburrido de quien está ya cansado de dar explicaciones, porque para él es lo más normal del mundo haber matado ese gato y luego hacer lo que está proponiendo que hagan. Está claro. No existe otro modo de ver las cosas. Y lo malo, o lo bueno, no sé, es que tiene razón; basta que él lo diga para que el resto se lamente por no haberse dado cuenta antes. Por eso todos se muestran de acuerdo. No hay más vueltas que darle. A todos ellos les parece cojonuda la idea de enterrar al gato, dejarlo allí tres meses, y sacarlo para ver en qué lo han dejado los gusanos.
Luego Quirce eructa con la boca toda abierta, grita BOCIO, e intenta darle un cachete en la frente a Castro antes de que se la toque con el pulgar de la mano. Va tras él durante un trecho y cuando lo alcanza caen al suelo enzarzados en una pelea de mentiras. Andrés se lanza sobre ellos y enseguida se lanza Quesada. Y acaban los cuatro revolcándose por el suelo, riendo, tosiendo porque el polvo se les mete hasta el fondo de la garganta.




martes, 21 de agosto de 2007

un par de reseñas a EL TACTO...

En El hueco del viernes, bitácora vinculada a la revista de curiosidad literaria Avión de papel, se incluye con fecha 20 de agosto la siguiente reseña al Tacto.

Casi regreso de vacaciones y es cuando recuerdo que tengo una deuda en mi maleta. A Pepe Cervera le debía una reseña sobre su libro El tacto de un billete falso. La colección de cuentos me llegó un día por correo postal y, cuando la leí, no dudé en entrevistarle para Aviondepapel.com. Por entonces, yo estaba algo cansado de tanta literatura vanguardista. Me propuse -no lo conseguí- otear aquello que llaman intimismo literario ("hablemos de mí y de lo que siento"). El tacto de un billete falso me sirvió para entender algo más sobre ese sentimiento utópico que los humanos llamamos felicidad (el más subjetivo de todos). De esto trata el primer libro de relatos de Cervera. De esa milimétrica línea fronteriza que delimita a las personas. Es la línea de la felicidad.Ya autores contemporáneos estadounidenses se ubicaron a un lado u otro de esta frontera. Rememoro que alguien me dijo una vez que los dos cuentistas más distantes entre sí de esta línea son Raymond Carver y John Cheever. Ambos se asoman -literariamente- al pozo de los deseos. (Ojo, la felicidad es ese momento en que creemos que nuestros deseos se cumplen y abandonan su condición de promesa).Sin embargo, Carver narra personajes marcados por la desdicha. Nunca han sido felices y nunca lo serán. Miran, por tanto, la vida desde el fondo del pozo. Desde ahí vislumbran una luz que saben que jamás podrán palpar.En cambio, Cheever esboza protagonistas que han escalado las paredes de piedra de ese pozo. Se sientan en el bordillo y son -creen que son- tan felices. Desde ese lugar privilegiado, donde divisan el reflejo en el agua de su propia sonrisa, dichos personajes sienten que algo les empuja -de nuevo, una vez más, y otra y otra- hasta el fondo.Basta de metáforas. La diferencia entre Carver y Cheever es clara. Carver narra historias de personajes que circunvecinan un vacío. Cheever estropea la vida de personajes que, en algún instante, circunsolean la plenitud. Vacío / lleno. ¿Dónde se coloca Pepe Cervera? ¿A qué lado de la línea fronteriza de la felicidad?Cervera se arrima a Cheever. Por su puesto. Ya desde la primera página, El tacto de un billete falso nos enseña y recuerda un fragmento de un relato cheeveriano: Es un párrafo de El enorme receptor de radio. Ya estamos avisados. Esta colección de cuentos nos introduce en momentos cotidianos de personajes que podríamos ser cualquiera de nosotros (¿Lo seremos alguna vez?). Relatos que nos dicen: Esperamos un hijo; conocemos la historia de nuestro abuelo; etcétera. Estos sucesos ocurren cuando estamos en una etapa vital que, si nadie lo impide, catalogaríamos como bienaventurada.Es el caso, por ejemplo, de 11 de julio de 2004. En este relato, Cervera traza la primera coordenada del mapamundi de lo que será todo su libro. Nos adentra en la incertidumbre de una pareja. Él y ella son felices (y casi comen perdices). Pero -aquí aparece la sombra de Cheever-, aguardan el nacimiento de un hijo. El hijo nace y esa línea de felicidad, sobre la que han estado paseando como funambulistas, parece ceder bajo sus pies. Escuchen el desenlace de este cuento: "jamás conseguiré llegar al final de este recto y larguísimo pasillo".No dejen de leer, tampoco, títulos de la colección El tacto de un billete falso, como Palabras sueltas; ¿Y ahora qué?; o El vuelo rasante de las golondrinas. Léanlos y descubran, como yo lo hice, a qué lado de la línea llamada felicidad están estos personajes. Luego, reflexionen a cuántos pasos de esa frontera están ustedes, como lectores y como personas.Piensen en ello, porque yo, otra vez, abro mi maleta, cambio la ropa sucia por la limpia y me marcho de nuevo, de vacaciones, en busca de no sé qué.