lunes, 1 de octubre de 2007

El tren de las cinco cuarenta y ocho vs. El tren

Para Miguel Ángel Muñoz

“El tren de las cinco cuarenta y ocho” —premio Benjamín Franklin magazine award en 1955— se publicó veinte años antes de que John Cheever y Raymond Carver coincidieran como maestros en los talleres de escritura creativa de la universidad de Iowa, en 1973.
En esta ocasión Cheever escribe un relato que ya desde el principio puede entenderse como una estampa sobre la hipocresía y la falsedad que rige la conducta del hombre moderno, un discurso sobre las diferentes capas sociales que se manifiestan en una gran ciudad, sobre el desprecio que hacia el prójimo anida en cada uno de nosotros, seres individualistas, soberbios y prepotentes.

El agua fría derramándose sobre su cara y sus manos, el olor desagradable de las cunetas y del asfalto húmedo, la conciencia de que se le estaban empezando a mojar los pies (…) parecieron acrecentar la amenaza que suponía su perseguidora. Todo lo que rodea a Blake, el protagonista, es una provocación para su estado de ánimo, incluso la lluvia vespertina aumenta el efecto intimidatorio que produce ser perseguido por una mujer, circunstancia que le resulta molesta e irritante de una forma desproporcionada. Los personajes de Cheever, cuya conducta se ve condicionada por una desmedida propensión a la complejidad, eligen gobernar sobre el curso de sus vidas, decidir, valerse de la propia voluntad para que el mundo se acompase al ritmo de su existencia, y no al contrario. La vida no puede verse alterada por la fortuna o la fatalidad. Los hombres y mujeres sobre los que Cheever escribe aspiran a una fuerza que les permita moldear su destino, y en algunos casos, creen poseerla.
Blake ni siquiera recuerda el nombre de la mujer, pese a lo orgulloso que se siente del alcance de su memoria. Sabemos que meses atrás ella trabajó como secretaria de Blake y que éste, considerándola estúpida, vulgar e insignificante, apenas tardó tres semanas en hacer que la despidieran. También sabemos que Blake es un individuo orgulloso, —egoísta, como todos los que cavilan en torno a su corazón, así describió Nathaniel Hawthorne a uno de sus personajes y así podríamos describir al nuestro— con un alto grado de complacencia hacia sí mismo. Sentado en el tren echa un vistazo a los pasajeros que lo acompañan; mientras tanto, Cheever nos describe en un par de párrafos admirables la sociedad en la que habita, comunidades cerradas, pretenciosas, garantes de una moral tradicional y conservadora. Lo hace con cierto sarcasmo, dejando claro que nuestro hombre sigue acomodado un peldaño por encima de sus vecinos.
Miss Dent, que así se llama la mujer que ha seguido a Blake, ha adoptado la decisión que a muchos de nosotros nos gustaría tomar en más de una ocasión: Quitar de en medio a todo aquel que interfiera nuestra marcha hacia la felicidad. Lo intimida con un revolver, aunque en realidad no pretende matarlo. La existencia de ese hombre le parece mezquina y al cabo ella considera que su sensatez y su dignidad le impiden actuar de forma tan degradante.

Hasta que se dio cuenta, por su actitud, por su aspecto, de que miss Dent se había olvidado de él; que había terminado de hacer lo que se había propuesto, y que estaba a salvo. Entonces se incorporó del todo, recogió el sobrero del sitio donde había caído y se dirigió hacia su casa.

Las últimas líneas del relato vuelven a poner a cada uno de los personajes en el punto de partida. En efecto: La vida no puede verse alterada por el azar. El suceso traumático que acaban de sufrir no basta para que miss Dent pueda aproximarse un poco más a su ansiada felicidad, como tampoco basta para que Blake empiece a distanciarse de la suya.


“El tren” se incluye en “Catedral”, el tercer libro de relatos de Raymond Carver, publicado en 1983 y escrito en una época creativa en que el autor se había propuesto alejarse del extremo laconismo que caracterizaba sus obras anteriores, para dotar a sus historias de una sustancia más evidente y suministrar a sus personajes una enjundia de la que antes carecían.

Blake cayó hacia delante sobre el polvo. El carbón le desolló la cara. Luego se tumbó por completo, llorando.

El fragmento que antecede pertenece a los últimos párrafos de “El tren de las cinco cuarenta y ocho”, y es, precisamente, el punto desde el que se inicia el relato de Carver. Ahora encontramos a miss Dent en el momento siguiente en que Cheever la había dejado. Acaba de abandonar al hombre tirado en el polvo y se encamina hacia la estación de ferrocaril —De ningún modo Carver nos dará a conocer los antecedentes al momento en que se desarrolla la acción. Si no se ha leído con anterioridad el relato de Cheever se desconocerá por qué la mujer ha estado encañonando al hombre con un revolver. Trataba de hacerle comprender que no podía seguir pisoteando los sentimientos de la gente: Esa es la única alusión al conflicto—, donde coincide con un anciano y una mujer de mediana edad que a primera vista juzga estrambóticos. Miss Dent piensa que han tenido que salir corriendo de algún sitio o que se encuentran demasiado bebidos. El protagonismo del relato es adquirido de repente por estos dos personajes. Nuestra atención se aparta de miss Dent, conquistada por la tensión que palpita entre el anciano y la mujer. Mientras discurre la acción se nos sugiere que una incógnita, un acontecimiento del que no poseemos información, es la causa de su inquietud. Miss Dent prefiere mantenerse al margen, no participar en la conversación, pese a las alusiones o provocaciones de que es objeto. Llega el tren. Los viajeros que ya lo ocupan, al verlos desde sus asientos, parados en el andén, piensan que los tres iban juntos; y tuvieron la seguridad de que, fuere cual fuere el asunto que les tenía ocupados aquella noche, no había tenido un desenlace satisfactorio. El autor no pone nada de su parte para que la impresión que también el lector recibe sea distinta. Nos invita a participar en el equívoco. Ahí radica una de las diferencias entre los enfoques de ambos autores. Carver sí permite que sus personajes sean inquietados por ese mundo que les rodea, en este sentido son más vulnerables. Son personajes que se resignan, se conforman con esa incapacidad que los somete y les impide influir en su entorno.
Con todo no existe razón alguna para que estos tres desconocidos despierten más que una fugaz curiosidad, ya que el mundo está lleno de historias de todo tipo. Los viajeros siguen pensando en sus cosas, preocupados por sus propios asuntos. Al fin y al cabo, cada uno de nosotros vive convencido de la magnitud de su propia existencia. Nuestros problemas —ya sean trascendentes o insignificantes—, los sucesos más cotidianos que nos acontecen, representan nuestros miedos y nuestros más estruendosos fracasos.

Quiero imaginar a Raymond Carver y a John Cheever en una de las tantas noches etílicas que compartieron en Iowa; los quiero imaginar viajando en el coche del primero en busca de alguna tienda de licores abierta a altas horas de la madrugada. Quiero imaginar que fue entonces cuando Carver decidió tomar prestada a miss Dent para escribir “El tren”, y que Cheever, al no conformarse únicamente con la dedicatoria que aquel le prometió y que encabeza el relato, quiso esconderse entre los viajeros que aquella noche miraban por la ventanilla y deleitarse —él, que ya casi había llegado al final de su camino— con el nuevo viaje que le proponía su amigo.