domingo, 14 de septiembre de 2008

El fumador y otros relatos – Marcelo Lillo

En alguna parte he leído que se emparenta la de Marcelo Lillo con la escritura lacónica de Raymond Carver — ¿cuántos van ya? — y aunque hubo un tiempo en que esa circunstancia era suficiente para guiarme en mi búsqueda particular de lecturas, reconozco que últimamente esa misma circunstancia me produce cierta desconfianza. Y no es que la lectura de Catedral, Tres rosas amarillas, etc. haya perdido su efecto encantador, todo lo contrario, vuelvo a ellos y siguen enriqueciéndome, pero he empezado a pensar que lo Carveriano y Carver no es más que un marchamo que se utiliza demasiado y demasiado a la ligera para definir o alinear a todo aquel que escriba relatos, tanto para señalar quien se parece a él como para señalar quien se encuentra en las antípodas del escritor norteamericano; o sea, si uno se parece porque se parece, y si no, porque no se parece. Personalmente me produce cierto hartazgo leer en reseñas y contraportadas de libros el nombre de Carver.


Dicho lo anterior, El fumador y otros relatos (editorial Caballo de troya), me parece un buen libro de relatos. Pese a que en dos de sus narraciones, Vida de un cachorro y Diente de León, las más desacertadas del volumen, el autor no consiga mantener el ritmo y la tensión de las precedentes, no deja de ser libro hermoso en el que desde las primeras páginas se advierte su destreza para, evitando implicarse, sacar una historia atrayente del manifiesto vacío y la mediocridad de las vidas de sus personajes; y digo evitando implicarse porque la distancia a la que se sitúa para observarlos le permite contener en la medida justa una emoción que de otro modo podría rebasar el límite existente entre la elegancia y una intensidad excesiva y perjudicial.

“No sabía muy bien qué hacer con la vida”, dice el protagonista del relato titulado No era mi tipo, pero la verdad es que esa misma expresión podría ser utilizada por cualquiera de los personajes del libro, personajes que habitan un espacio cerrado, que viven situaciones de apatía, de hastío, e irradian un clima opresivo que casi roza el estoicismo, la asfixia, el entumecimiento de un cuerpo abotargado que no consigue ponerse en movimiento, como en La felicidad, relato que muestra en paralelo la incapacidad de un niño de cinco años que necesita piernas ortopédicas para andar, y la ineptitud de un matrimonio para desprenderse de la indiferencia y encontrar la felicidad: dos versiones distintas para en el fondo semejante forma de invalidez.

Las historias de Marcelo Lillo nos hablan con un estilo lacónico —sí, lacónico, lacónico y por lo tanto Carveriano (pufff)— de un mundo próximo, un lugar común, pero en todo momento y muy hábilmente por cierto, se ocupa de transmitir la inquietud que suele acompañar a la expectación; el suspense propiamente dicho no se encuentra presente en sus relatos, y sin embargo la información que se nos va facilitando es la precisa para no prevenirnos, para atraparnos en la lectura con la necesidad de descubrir lo que está por suceder.

Uno de los protagonistas del cuento que da título al libro —podría ser que este personaje se parezca en gran medida al autor, ya que en un artículo firmado por Ignacio Echevarría en “El Mercurio”, Lillo es definido como un escritor que ha sufrido “la soledad, los pasos en falso, los ninguneos en que se resuelven las trayectorias de tantos escritores alejados de los circuitos literarios y de los centros del poder editorial”— uno de los protagonistas de El fumador, digo, afirma que “un libro que no se lee se convierte en cadáver”: Sería una lástima que las historias de El fumador y otros relatos pasaran a “mejor vida”.

A continuación el mismo personaje insiste: “Los libros se escriben para los lectores; si no, mejor no escribirlos”. Pues eso, Marcelo, a seguir escribiendo; seguro que los lectores de éste no le harán ascos al siguiente.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Canción de Sam Cooke en octubre

Sam Cooke publicó más de treinta éxitos en apenas siete años, entre 1957 y 1965, y esa es la razón por la que es considerado uno de los padres del soul. Murió con 33 años, el 11 de diciembre de 1964. Hay quien sostiene que el marido de una mujer de la que era amante le pegó tres tiros a la salida de un hotel de Los Ángeles, y hay quien cree que fue la recepcionista de ese hotel quien al sentirse amenazada por un negro le disparó tres veces matándolo al instante.



No sé cierto si fue octubre cuando el mar ceniza se juntó allá, con el horizonte plomizo.
No acierto a concretar si fue entonces cuando la costra de la arena se dejaba perforar por las gotas de lluvia eterna.
Creo que estábamos sentados a pocos metros del furioso mar macilento.
Acabábamos, pues, de dejar el colchón tirado en el suelo, frente a la chimenea donde el fuego chasqueaba sobre una alfombra de carbón que más bien era lingotes de oro.
Habrían terminado, seguramente, las respiraciones pausadas, descansándonos de las lujurias.
Lo que sí fue en octubre, y eso lo sé bien cierto, es que justo al acabarse Sam Cooke en la casete dejamos de estar conscientes en nosotros mismos.


El texto que antecede se titula “Canción de Sam Cooke en Octubre (o hacer el amor en el apartamento a orillas del mar)”, y con él se abría TESSELLA, el poemario con el que en 1989 obtuve el Certamen Juvenil de Poesía “Miguel Hernández” y que fue publicado por la editorial Aguaclara en 1991 (colección Anaquel de poesía). Si no recuerdo mal lo escribí con 21 ó 22 añitos, y es una prueba de que la música de Sam Cooke también se encuentra entreverada en buena parte de lo que escribo.