miércoles, 24 de diciembre de 2008

El regalo de los Reyes Magos - O'Henry


Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.
Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.
Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.
Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de "Señor James Dillingham Young".
La palabra "Dillingham" había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de "Dillingham" se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde "D". Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían "Jim" y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.
Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.
Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.
La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.
Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.
Donde se detuvo se leía un cartel: "Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases". Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la "Sofronie" indicada en la puerta.
— ¿Quiere comprar mi pelo? —preguntó Delia.
—Compro pelo —dijo Madame—. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.
La áurea cascada cayó libremente.
—Veinte dólares —dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.
—Démelos inmediatamente —dijo Delia.
Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.
Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto... tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.
Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.
A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.
"Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?”
A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.
Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: "Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita".
La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.
Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.
Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.
—Jim, querido —exclamó— no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime "Feliz Navidad" y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!
— ¿Te cortaste el pelo? —preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.
—Me lo corté y lo vendí —dijo Delia—. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?
Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.
— ¿Dices que tu pelo ha desaparecido? —dijo con aire casi idiota.
—No pierdas el tiempo buscándolo —dijo Delia—. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno —continuó con una súbita y seria dulzura—, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? —preguntó.
Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.
Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.
—No te equivoques conmigo, Delia —dijo—. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.
Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.
Porque allí estaban las peinetas —el juego completo de peinetas, una al lado de otra— que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.
Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:
— ¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!
Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:
— ¡Oh, oh!
Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.
— ¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.
En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.
—Delia —le dijo— olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.
Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios —maravillosamente sabios— y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un departamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.
* El regalo de los reyes magos es una de las historias más celebradas escritas por O'Henry, incluso recreada por Walt Disney con Mickey Mouse y Minnie como protagonistas.

sábado, 20 de diciembre de 2008

Tobias Wolff en abril


La editorial Alfaguara anuncia para el próximo mes de abril la nueva colección de relatos de Tobias Wolf, Aquí comienza nuestra historia, título que coincide con el de uno de los cuentos incluidos en su primer libro, De regreso al mundo.

Our Story Begins. New and Selected Stories: su título original ya indica que el libro contiene una selección de cuentos ya publicados anteriormente (21) y varios cuentos nuevos (11). Ignoro si en la traducción que publique Alfaguara se incluirán los relatos ya editados o únicamente los inéditos. De cualquier forma espero este nuevo volumen con impaciencia, ya que Wolf figura entre los escritores que me han creado adicción. Sus anteriores libros, De regreso al mundo, Cazadores en la nieve y La noche en cuestión, son para mí obras de imprescindible lectura.

viernes, 19 de diciembre de 2008

Adiós, hasta mañana - William Maxwell


El colectivo de creadores BANDA APARTE ha tenido a bien hacerme un hueco entre sus integrantes, de manera que a partir de ahora también se podrán leer en el blog LA TORMENTA EN UN VASO —cita diaria para lectores inquietos, hambrientos, sin olvidar el interesante trabajo de los editores independientes ni dejar fuera ningún género: novela, poesía, relato, ensayo, biografía, epistolarios, cómic, teatro, literatura infantil y juvenil... y todo aquello que puede encontrarse, mejor o peor, al pisar una librería— las impresiones que me susciten algunas de mis lecturas.
He empezado con la novela corta Adiós, hasta mañana, del autor William Maxwell. Disfrutadla.

domingo, 14 de diciembre de 2008

Die Welle – Dennis Gansel


Empezaré diciendo que me ha gustado, y mucho, La Ola (Die welle), película alemana dirigida por Dennis Gansel y basada en el libro del mismo título publicado en 1981, en el que el escritor estadounidense Morton Rhue —seudónimo de Todd Strasser— narra lo acontecido en la Cubberley Hig School (Palo Alto, California) en 1967 (muy importante me ha parecido el testimonio de Ron Jones, profesor artífice del experimento original, que puede leerse pinchando aquí).

A lo largo de una semana los alumnos de un instituto alemán asisten a un curso voluntario sobre formas de gobierno. Algunos de los estudiantes que han elegido la autocracia como proyecto cuestionan la posibilidad de que se reproduzca en la época actual una situación social y política como la que aupó a Hitler al poder y acabó provocando la segunda guerra mundial, ante lo que su profesor —Rainer Wenger, antiguo ocupa y anarquista— propone reproducir un sistema autocrático en el aula. Para ello empieza por definir las relaciones entre los miembros del grupo. Se elige al profesor como líder y éste pasa entonces de ser tuteado y simplemente llamado Rainer a ser el "señor Wenger". Se establece un código de conducta, un modelo que mejora el comportamiento y el rendimiento anímico e intelectual: nadie hablará sin que el líder le conceda la palabra, todo el mundo deberá sentarse con los pies en paralelo y la espalda erguida, aquel que quiera tomar la palabra alzará la mano y una vez concedida se pondrá en pie junto a su asiento. Se busca un nombre para el movimiento: La Ola. Se diseña un logo que identifique al grupo, se adopta un uniforme, un saludo que los diferencia del resto, de todo aquel que no pertenece a la Ola. La disciplina, en definitiva, será el medio infalible para mantener la tensión que exige alcanzar los objetivos. Uno de los principios que rápidamente se implanta es el de “estás con el grupo o contra el grupo”. El individualismo que en las sociedades modernas prioriza los derechos del individuo frente al interés general es descartado. Se implanta el colectivismo. El fin es determinado por el interés del grupo. La tensión crece en la historia que se nos cuenta. Los personajes son absorbidos por una ideología de tintes totalitarios, se someten a la estructura cerrada que han creado y trabajan para blindarla. De forma natural, aprovechando las cualidades personales de cada uno de ellos, los alumnos se distribuyen los distintos puestos dentro de la estructura; hay quien se encarga de publicitar el movimiento mediante la creación de una página web y hay quien desempeña funciones de seguridad personal del líder… Lo que se inicia como un proyecto escolar bastante interesante, impartido con una mecánica envidiable que ya quisieran muchos profesores para su actividad docente, deviene en una obsesión peligrosa que se encamina hacia el drama de forma inevitable.

No quiero desvelar aquí el final de la película, pero mi impresión es que se trata de una concesión ideológica: no puede ser nada bueno a lo que nos lleva una propuesta como la que se plantea. Es impensable para la sociedad actual plantear el éxito de tal empresa… no, impensable no es el término acertado, se ajusta más la palabra peligroso, por lo tanto es peligroso para la sociedad actual plantear el éxito de tal empresa. Sin embargo me llama la atención que precisamente el suceso cumbre que confirma el fracaso del sistema sea un acto individual de uno de los alumnos; el individualismo: algo contra lo que el espíritu del grupo se muestra contrario en todo momento. ¿Quiere eso decir que no es atribuible al propio sistema su hundimiento? ¿Quiere eso decir que la destrucción del colectivo no se hubiera producido si uno de sus miembros no actuara en un momento dado de forma autónoma?

La Ola es una película inquietante porque suscita en el espectador ideas contradictorias, e incómoda porque te obliga a reflexionar, buscar respuestas a muchas preguntas que nos resistimos a formular. ¿Qué somos en realidad? ¿Somos seres gregarios por naturaleza? ¿Cuánto esfuerzo nos supone mantenernos alejados de ciertas tendencias ideológicas? ¿Somos lo que queremos ser? ¿A qué modelo de sociedad aspiramos? ¿Disciplina? ¿Permisividad? ¿Todo es blanco o negro? ¿No hay grises? ¿Se puede moldear el espíritu humano? ¿Tanto nos atrae lo que nuestro sentido común repudia? Demasiadas preguntas, ya digo, para hora y media de cine.

En una de las últimas escenas de la película el "señor Wenger" les dice a sus alumnos: marchaos a casa, tenéis muchas cosas en las que pensar. Y eso mismo es lo que estoy haciendo yo desde que terminé de verla, pensar, y por eso sé que a veces los pensamientos de uno mismo dan miedo, y que dejar de pensarlos es la única manera de volver a mirarse en un espejo y reconocerse tal y como se era antes, mucho antes de visitar ese lado oscuro que también forma parte de nuestra personalidad.

sábado, 6 de diciembre de 2008

Proyectos de pasado – Ana Blandiana


No sé si esto que escribo acabará siendo la recomendación de un libro o un aviso para lectores con prejuicios. Reconozco que yo mismo soy un hombre a quien no le vendría mal de vez en cuando alguna que otra recomendación y reconozco también que soy un hombre con prejuicios literarios. Me explico:

Leí que Ana Blandiana —nacida al igual que Johnny Weissmuller en Timişoara en 1942, hija de un sacerdote ortodoxo preso político y por eso declarada “hija de un enemigo del pueblo”— es una escritora a la que durante años se prohibió publicar en la Rumania de Nicolae Ceauşescu, que sus libros eran retirados de las bibliotecas públicas y su nombre obviado en círculos literarios; leí que sus escritos circulaban de forma clandestina y yo, que de una forma congénita he recelado siempre de esos escritores que tal vez a su pesar encarnan el bien y la dignidad y acaban convertidos escriban lo que escriban en símbolos de la corrección ética, y que han de gustar a la fuerza porque de lo contrario uno será clasificado como poco junto a los insensibles y como mucho igual que un criminal, decidí no leerla.

Leí que se comparaba Proyectos de pasado (publicado por la editorial Periférica) con una parábola, una lección de lo que DEBERÍA SER con mayúsculas y de lo que NO DEBERÍA SER con mayúsculas también, un texto con innumerables significados pero de cuya lectura se desprendía principalmente una enseñanza moral, y yo, que siempre he pensado que la moral es como la nariz: cada cual posee la suya y cada cual la utiliza para recrearse en los perfumes o censurar los hedores que a cada cual conviene, decidí no leerlo.

Leí que en los once relatos que componen este volumen la autora había combinado la literatura testimonial y la prosa fantástica con el realismo mágico, y yo, que mi afición a ese género literario se inició y se agotó con Cien años de soledad —magnífica, por cierto— decidí no leerlos.

Reconozco además que soy un hombre cuya fuerza de voluntad en ocasiones flaquea y entonces, amparándome en alguna que otra excusa de lo más inconsistente, me salto a la torera cualquier decisión que haya adoptado, circunstancia que unas veces lamento y otras, como ahora mismo, agradezco. Sí, y digo agradezco porque a pesar de todos los factores combinados para impedir que leyera Proyectos de pasado lo he leído. Y exceptuando Una herida esquemática, fábula con la que se abre el libro — ¡OH no! otro prejuicio más: habitualmente encuentro las fábulas cargadas de hiriente ingenuidad—, y La gimnasia nocturna, cuya trama me ha resultado excesivamente previsible, creo que es un libro de relatos que vale la pena leer, dejar que repose la lectura, digerirla, y releer. Las claves que facilita Ana Blandiana trascienden la situación concreta en lo que se refiere al régimen totalitario que sometió Rumania hasta finales del siglo pasado, y por ende el panfleto que a priori temía encontrar. En el campo —el mejor de los relatos en mi opinión— podría servir para reflexionar sobre el abandono y en algunos casos desprecio hacia nuestros ancianos en las sociedades modernas; Reportaje esconde razonamientos sobre la obstinación enfermiza que nos lleva a cuidar en exceso las apariencias descuidando lo que la vida nos suministra; el relato que cede el título al conjunto, Proyectos de pasado, plantea de forma tangencial la posibilidad de una sociedad distinta y mejor, ahí mismo, al alcance de la mano; Imitación de una pesadilla —ejecutado como el relato más autobiográfico— evidencia la estafa que implica confundir la libertad con la facilidad de movimientos.

Soy un hombre con perjuicios, sí, antes he admitido poseer prejuicios y ahora admito los perjuicios que dicha actitud me acarrea. Afortunadamente en este caso he conseguido disminuir el daño rectificando el criterio inicial que me sugería no leer Proyectos de pasado, de otro modo jamás hubiera podido avisar a los que como yo poseen una idea literaria preconcebida, como tampoco hubiera podido recomendar el disfrute disfrute disfrute de este libro, y digo disfrute disfrute disfrute, así, no una ni dos, sino tres veces, porque puedo asegurar que es mucho, por lo menos el triple de lo que esperaba. Que, ¿no?; leedlo y hablamos.