martes, 24 de junio de 2008

Oficios – Juan Carlos Márquez

Siguiendo el riguroso turno de lectura que suelo imponerme encajo Oficios a continuación de Elogiemos ahora a hombres famosos de James Agee —que es el libro que últimamente me ocupa—, Mi hermano Stanley de Jenny Diski y Chicas muertas de Nancy Lee, y antes de la edición en bolsillo de Camino de Los Ángeles de John Fante, que es el que también he comprado esta misma mañana. Calculando así, a grosso modo, vendrá a tocarle dentro de diez días, más o menos.

Sin embargo no tardo en advertir que Oficios —primer libro que llega a nuestras manos escrito por Juan Carlos Márquez y con el que el autor obtuvo el premio Tiflos de cuento en la convocatoria correspondiente al año 2007, un premio (el Tiflos) que se está reforzando últimamente con una nómina de cuentistas bastante atrayente, como son Félix J. Palma, Gonzalo Calcedo Juanes, Ignacio Ferrando o el propio Juan Carlos Márquez— está dispuesto a hacer valer una personalidad como poco entre amotinada y caprichosa, ya que a las pocas horas de dejarlo en el estante reparo en que aprovechando un descuido se ha colocado entre el libro de Jenny Diski y el de Nancy Lee.

A media tarde observo que está justo detrás de Elogiemos ahora a hombres famosos, y por la noche, cuando atravieso el salón de camino al dormitorio, lo descubro cómodamente sentado en una de mis mejores butacas, fumando uno de esos cigarros habanos que traje en mi último viaje a Cuba y que conservaba bajo llave, como oro en paño, y degustando un copazo de mi mejor coñac. Mientras exhala una impenetrable bocanada de humo entre sus páginas y relame placenteramente el borde de su portada para agotar el sabor que allí ha dejado el néctar ambarino me pide que lo acompañe, que tome asiento a su lado; y antes de que yo consiga articular ni siquiera una palabra de afeamiento o protesta comienza a contarme la primera de sus historias, Muertos, ambulantes, floristas y funcionarios, en la que Luis, muerto seis años atrás, comparece ante la autoridad para denunciar que una familia de almas errantes ha ocupado su tumba. Va prendiendo cada relato con la colilla del anterior. Pretende avanzar ligero el tal Oficios. Sin dejar de beber a pequeños sorbos y dar profundas caladas al cigarro me cuenta lo del protagonista de Psiquiatras e hipnotizadores, quien intenta descubrir el origen de la obsesión que lo obliga a almacenar trastos, convencido de que si se deshace de alguno su vida se tornará caótica. Para ello se ayudará de la doctora Guimard, una joven agradable y atractiva, cuyas pestañas —largas y finas como patas de arácnido— codicia; cuyas pestañas —repite el libro con tenebroso retintín—, siguiendo las pautas médicas que la doctora Guimard traza, nuestro personaje está dispuesto a conseguir sin más demora, a cualquier precio. Su voz es casi un susurro, sin altibajos, posee un efecto hipnótico. Hay algo que me impide dejar de escucharlo cuando se lanza sobre la hermosa e imposible historia de amor entre el faquir y la geisha que sus afectadas propietarias han traído de sendos viajes a Amrayati y Okinawa como si de souvenirs se tratara —Faquires, decoradoras de interiores y Geishas— y cuando sin entretenerse mucho acomete la kafkiana encerrona de Carniceros, prostitutas (otra vez) y tenientes, y al momento siguiente me deleita con el más rabioso y melancólico de los relatos, Marineros, amas de casa y presos, una historia ésta de respeto y códigos de honor, de equilibrio y de sueños, de esperanza… Y así hasta 14 relatos... El comercial de una empresa de mudanzas a quien le encargan trasladar la atmósfera de un ático a un estudio en el barrio Latino, el técnico de desinsectación que tras ser seducido por una prostituta nigeriana decide deshuesarla, trocearla y picarla...

Reconozco que no he leído a Samuel Beckett, Eugène Ionesco, Jardiel Poncela o Miguel Mihura, escritores con los que —según se puede leer en una entrevista que David González Torres publicó en la revista Avióndepapel.com—Juan Carlos Márquez dice encontrarse en deuda, pero a medida que iba avanzando la conversación con Oficios se iba formando en mi cabeza el recuerdo de humoristas como Tip, Faemino y Cansado, algún que otro monólogo de Pepe Rubianes y sobre todo la película que José Luis Cuerda filmó en 1988, Amanece que no es poco, aquella en la que hay hombres que como la peor de las malas hierbas crecen en los bancales, en la que los borrachos del pueblo guardan cola a la puerta de la taberna antes de ir a trabajar y la señora del médico da a luz segundos después de cometer adulterio, aquella en la que se celebran elecciones para elegir quien va a ser el tonto del pueblo, la adultera, la bollera, la puta... También Oficios lo pueblan personajes absurdos, surrealistas, hilarantes (Antoine, por ejemplo, el bracero que recita de memoria a Baudelaire, está felizmente emparentado con los campesinos que van a trabajar la tierra cantando madrigales castellanos del Renacimiento), historias basadas en la recreación de situaciones grotescas, ingenuas y espontáneas. Y así, digo, hasta 14 relatos, uno detrá de otro, de carrerilla pero por orden, sin respirar.

—Los libros no hablan —consigo colarle en el fugaz silencio que sigue a su última frase de Maquinistas, sobreponiéndome al desconcierto.
—Oh, vamos —responde él, ganando terreno de nuevo— no me vengas con prejuicios. Ahora dirás que tampoco beben coñac ni fuman cigarros habanos.

Acorralado, ya sin recursos, dominado por una creciente pelusa que me impulsa a encontrarle algún pero a sus disparatados razonamientos, suelto mi último cartucho. Le digo con rotundidad que la vida no es así, tal y como él la cuenta. Pero Oficios no esta dispuesto a dar su brazo a torcer, Oficios sabe lo que es y de dónde viene. Sin dejar de sonreír vuelve a llenarse la copa.

—Ya, la vida no es así —coincide— pero seguro que después de escucharme así es como te gustaría que fuera.

Y tiene razón, el condenado. Me rindo. Al fin y al cabo hemos pasado un buen rato, nos hemos divertido juntos. Acepto la copa que me ofrece y la levanto a la altura de la suya para entrechocarla, para brindar por su excelente salud, por la felicidad del autor y por la larga vida que les deseo a ambos.