lunes, 23 de febrero de 2009

La soledad de los ventrílocuos – Matías Candeira

La soledad de los ventrílocuos (Tropo editores, diciembre de 2008) me ha parecido un libro psicodélico. Cierto es que mientras lo iba leyendo apreciaba en el estilo de su escritura una entonación cercana al absurdo, a lo paradójico. La prosa parecía brotar sin orden, sin pudor, sin freno, desde el mismísimo territorio de los sueños más densos e inexplicables; imágenes, personajes, diálogos y símbolos coexisten en el libro de manera inverosímil. Sin embargo a medida que avanzaba en la lectura me iba convenciendo de que la travesía diseñada por su autor, Matías Candeira (Madrid, 1984), estaba abocada al surrealismo.

El arte psicodélico —cuyo apogeo se alcanza durante las décadas ’60 ’70— se refiere al que dicta la experiencia inducida por el uso de substancias cuyo efecto no es otro que alterar la capacidad sensorial. Empleando el término “psicodélico” no quiero decir que Candeira se haya ayudado de hongos y peyotes para escribir este libro porque ni lo sé ni me importa, nada más apartado de mi intención; de cualquier modo, con substancias o sin ellas, lo que ha conseguido es un impecable producto alucinógeno. Sólo por eso creo que La soledad de los ventrílocuos es un libro psicodélico. Las historias que se nos narran poseen la suficiente cantidad de fantasía y resultan hasta tal punto atrayentes que difícilmente he podido cuestionar su veracidad: Esteban, una marioneta tocada con sombrero de explorador que machete en mano se lanza a una oscuridad desconocida con la intención de perseguir un sueño de grandeza (La soledad de los ventrílocuos); el agujero que una mujer tiene al lado de su ombligo, incansable y delicioso cantante de boleros (Al final de Sara); un mago moribundo que incuba un huevo para asegurar su descendencia (Fuegos en la oscuridad); un vendedor de cabezas momificadas (Los que esperan); Baus, el hombre terrible y enorme de ojos inmensos, hermosos y profundos, que vive encerrado en una jaula de feria y tiene unas placas de metal brillante incrustadas en la espalda (Subsuelo). Y junto a estos personajes estrambóticos, en ese recorrido delirante que el autor propone, encontramos otros a los que en absoluto chirría la anormalidad, es más, conviven con ella como si nada, como si fuera lo más natural del mundo: el narrador de El hombre en el barreño, quien siente admiración por ese personaje que vive a remojo para templar las altas temperaturas que su corazón alcanza cada vez que ve pasar frente a él a la mujer de la que se ha enamorado; o el protagonista de Un trozo de otra mujer, testigo de la resurrección de una mano que él mismo ha amputado a una muerta en la mesa de autopsias, “Cómo iba a negarme a darle la bienvenida”, piensa en cuanto la ve moverse, y más adelante “Que duermas bien” le dice, después de arroparla con sábanas limpias sobre la cama de invitados. Nada ni nadie queda fuera de sitio en este fascinante desvarío.

Hay un cuadro de Salvador Dalí en el que he pensado una vez leídos los catorce cuentos que se incluyen en el libro: Niño geopolítico mirando el nacimiento del hombre nuevo —el relato titulado Fuegos en la oscuridad podría pasar perfectamente por la historia que precede a la creación del artista de Figueras—. He pensado además en dos libros: Gog de Giovanni Papini, y Locus Solus de Raymond Roussel —si no lo ha hecho, aconsejo al autor que los lea, visto el libro que ha escrito estoy convencido de que serán de su agrado—. Y he pensado también que Matías Candeira se ha divertido escribiendo La soledad de los ventrílocuos, ¿por qué? bueno, principalmente porque no resulta difícil, todo lo contrario, divertirse leyéndolo.

miércoles, 11 de febrero de 2009

El boxeador polaco – Eduardo Halfon

MELANCOLÍA. (Del lat. melancholĭa, y este del gr. μελαγχολία, bilis negra). 1. f. Tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales.

Eso es, sí, ni más ni menos, la melancolía es el nexo que destaca como ningún otro entre todos los relatos incluidos en “El boxeador polaco”. Admito que también lo es el recuerdo que sin avisar asalta de vez en cuando a Eduardo Halfon —no el escritor sino el personaje, el protagonista de cada uno de estos seis cuentos, Eduardito, como lo llama Milan Rakic, pianista serbio de mirada noctámbula que añora una vida nómada de caravana en caravana y envidia a sus antepasados gitanos en “Epístrofe”, o Dudú, como lo llama Lía, la mujer de pubis rasurado. Me parece imposible, aun inverosímil, no enamorarse de alguien que se llama Lía y que además vuelve de un viaje con el pubis tersamente rasurado. A mí también, Eduardito, o Dudú, o Eduardo, personaje y escritor, coincido contigo, con ambos, es imposible no enamorarse de una mujer así—. Pero decía que también es vínculo entre las historias de “El boxeador polaco” el recuerdo de un abuelo judío que estuvo en Auschwitz, de los cinco dígitos verdes tatuados en su antebrazo izquierdo, del boxeador polaco que le salvó la vida… conforme, ese recuerdo también, no voy a discutirlo, pero me parece más apropiado la melancolía, insisto, la melancolía, sobre todo en “Lejano”, primero de los relatos, en el que se cuenta la historia de un Eduardo Halfon profesor universitario intentando rescatar a uno de sus alumnos —estudiante prometedor y poeta en ciernes— cuando éste ya ha dejado de asistir a las clases, pero además, obedeciendo a la lectura que él mismo hace de un ensayo de Ricardo Piglia —Un cuento siempre cuenta dos historias… Un relato visible esconde un relato secreto… El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto…—, además se imparte una inteligente lección, que no por trillada deja de ser válida, de cómo acercarse a la lectura: el gusto tenía que ir acompañado de un entendimiento más refinado, que casi siempre no nos gustaba algo sencillamente porque no lo entendíamos, porque no habíamos hecho un esfuerzo por entenderlo y lo más fácil, consecuentemente, era decir que no nos había gustado y lavarnos las manos de todo el asunto. Hay que fomentar el criterio, les dije, ejercitar la habilidad de análisis y síntesis, y no sólo escupir opiniones vacías. Hay que aprender a leer más allá de las palabras… Y también, más adelante: Así se lee un cuento, dejándose arrastrar por el río del autor. Ya sean esas aguas plácidas o vertiginosas, no importa. El asunto es tener el coraje y la confianza para zambullirse de lleno. Entonces la literatura, o el arte en general, se vuelve un tipo de espejo donde se reflejan todas nuestras perfecciones e imperfecciones. Algunas asustan. Otras duelen. Es curiosa la ficción ¿no? Un cuento no es más que una mentira. Una ilusión. Y esa ilusión sólo funciona si confiamos en ella. Me encanta eso del espejo donde se reflejan todas nuestras perfecciones e imperfecciones. Algunas asustan. Otras duelen. Más razón que un santo. Eso es un cuento. Lo firmo ya. Verdades como puños me he encontrado en las historias de “El boxeador polaco”, cuya escritura avanza a ritmo pausado, sin altibajos —qué agradable resulta explorar tanta calma, porque la calma también puede ser frondosa y es justo entonces cuando hay que explorarla— avanza tal cual camina y habla Joe Krupp, uno de los personajes de “Twaineando”: despacio, sosegado, como si sus pasos y palabras no tuvieran ya ninguna urgencia por llegar a donde se dirigían o como si en realidad no se dirigieran a ninguna parte. El autor tampoco tiene prisa en llegar, no tiene prisa en que lleguemos. He advertido en mi propia voluntad una ligera resistencia al abordar el siguiente relato cuando todavía estaba degustando el anterior. Paso a paso el libro se acaba y me resisto a ello. Dice el Halfon protagonista — ¿o lo dice el Halfon escritor? No sé, a estas alturas poco importa si lo dice uno u otro— que Joe Krupp sonríe como un hombre enamorado, aunque enseguida se corrige y dice que sonríe como un hombre triste. Y así es exactamente como escribe Eduardo Halfon —y ahora sí, que conste, me estoy refiriendo al escritor— como un hombre enamorado de la literatura, se nota, si no, difícil resulta entender la delicadeza y la ternura que ha ido dejando como un rastro de migas de pan en sus relatos para que nosotros las recojamos al leerlos y encontremos el mismo camino que él anduvo al escribirlos; pero también escribe como un hombre triste, ya lo he dicho al principio y he insistido en ello y ahora me repito: la tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, la sincera melancolía que hace hermoso este volumen de cuentos, cuya lectura nos deja como al pianista Milan Rakic después de su delirante actuación, con un aire de soldado herido, pero no herido de muerte sino herido de vida, herido feliz, herido boyante, herido satisfecho, sí, ni más ni menos, así nos deja: heridos y satisfechos.

martes, 10 de febrero de 2009

Flores para un cyborg - Diego Muñoz Valenzuela


Hoy se publica en LA TORMENTA EN UN VASO la opinión que me ha merecido la lectura de Flores para un cyborg (E.D.A. libros), del autor Chileno Diego Muñoz Valenzuela.
Visita la página del blog o pincha aquí para leerla.

domingo, 1 de febrero de 2009

Hambre – Knut Hamsun

Knut Hamsun (1859-1952) está considerado en la actualidad uno de los escritores fundamentales de la literatura noruega, aunque no estaría de más considerarlo uno de los escritores fundamentales de la literatura en general. Sus libros llevan cincuenta años reeditándose en España por editoriales de tirada importante como Anagrama, Alfaguara, Plaza y Janés, Círculo de lectores, Planeta, Bruguera… pese a lo cual no parece estar llamado a ser un autor conocido; ni siquiera haber sido declarado maestro por autores como Thomas Mann, Maxim Gorki, Henry Miller o Paul Auster, ha conseguido enmendar esta desafortunada situación. Tal vez esta circunstancia se deba al desprecio y aislamiento que sufrió durante años no ya él como hombre sino la totalidad de su obra, y ello debido a la fascinación que mostró por la causa nazi. Por este posicionamiento a favor de Hitler el estado noruego le condenó a pagar una indemnización que supuso su ruina. Quien fuera aclamado como héroe por sus creaciones literarias murió repudiado porque su manera de pensar fue desaprobada y calificada como desleal a la patria. Pero bueno, ahí están sus libros, más de cuarenta, y muchos de ellos convertidos en clásicos.
Desde 1882 a 1888 Knut Hamsun vivió en Estados Unidos intentando convertirse en escritor. Ignoro si cuando escribió Hambre en 1888 lo hizo fijándose en aquel periodo concreto de su vida. No me he preocupado en averiguarlo, prefiero imaginar que así fue. Prefiero imaginar que no fue sencillo para un aspirante a escritor con 23 años recién cumplidos trasladarse desde la zona rural en que nació hasta las exuberantes ciudades norteamericanas. El protagonista de Hambre también quiere ser escritor. Es más, es lo único que quiere, lo desea con todas sus fuerzas. Deambula por las calles de Christiania sin trabajo, sin dinero, empeñando hasta los botones de su chaleco para poder comer, mascando virutas de madera para paliar el dolor de estómago que el hambre provoca. No ocurre nada más en la novela, no hay más acción que esa: un hombre necesita saciar su apetito físico pero también necesita saciar su apetito intelectual. Le urge comer en la misma medida en que le urge escribir. La creación literaria es el alimento con que aplacar el sufrimiento de su espíritu. Evitando los guiones y los entrecomillados el autor mezcla y confunde los pensamientos del protagonista con los diálogos, turna los tiempos verbales sin avanzar ni retroceder en la acción, combina como sin venir a cuento el pretérito perfecto simple con el presente y el lector ni siquiera lo advierte. Hay quien encuentra en Hambre uno de los puntos de partida de la novela moderna que vendría en el siglo siguiente. Después de digerir la lectura del libro no creo que quien así piensa vaya mal encaminado. En Hambre, Knut Hamsun plantea el conflicto suscitado en el hombre moderno. Un hombre contradictorio que vive atrapado por el ritmo de vida impuesto en las ciudades y no consigue acoplarse en las estructuras individualistas de la sociedad actual. Es un hombre complejo y arrogante intelectualmente que no puede evitar cuestionarlo todo y aspira a huir, marcharse a otro lugar, lejos de todo aquello que le revuelve el estómago, marcharse, sí, pero ¿dónde? Un hombre que sufre porque sabe lo que es el sufrimiento, sabe nombrar los sentimientos con las palabras adecuadas, analizarlos, reflexionar sobre sus consecuencias, y por eso se sitúa más cerca de la ansiedad y el desconsuelo que el resto de desorientados que pueblan la urbe, a quienes precisamente su ignorancia parece colocarlos en el camino de la felicidad. Es lo fácil, cuando uno no piensa el mayor problema que se le puede presentar es un dolor de muelas.

Una de las cualidades que favorecen el descubrimiento de lo que considero buena literatura es la necesidad que me despierta un libro respecto al siguiente. Tirando de Hambre encontré a John Fante y tirando de Fante a Bukowski, y éste me llevó a Carson MCCullers y sucesivamente a John Cheever, a Salinger, de éste regresé a Twain para comprobar que en Holden Caulfield hay mucho de Huckleberry Finn, y luego fui a parar a Melville y a Hawtorne y a Sherwood Anderson y su excelente Winesburg, Ohio, y a continuación vinieron Henmingway, Carver, Ford, Richard Bausch… Si la lectura de un libro se agota en sí misma, si esa lectura no despierta en mí la avidez de acometer otra y ésta, otra y otra más, pienso que algo ha fallado. Y resulta que cada vez que intento localizar el origen de este revoltijo caótico, el arranque de estas idas y venidas, es Hambre el libro que más pronto me viene a la cabeza. A lo largo de los 120 años transcurridos desde que Knut Hamsun lo escribió, el conflicto humano al que me refería anteriormente se advierte en Kafka, en Albert Camus, en Fante (sobre todo en su obra Pregúntale al polvo, tan emparentada con Hambre), Bukowski (Factotum le debe tanto a la obra de Hamsun) e incluso en algunos personajes inadaptados de John Cheever, pero sobre todo en el mismo Cheever, ya que según se desprende de sus Diarios el martirio personal, moral e intelectual sufrido por el autor norteamericano no dista mucho del sufrimiento que padece el protagonista de la obra de Hamsun.

Creo que en Hambre podemos encontrar todavía aspectos estilísticos de lo más novedosos y una complejidad en sus personajes que podría trasladarlos al día de hoy; a sus 120 años de edad el libro es uno de esos ancianos de la tribu a los que se acude para solicitar consejo. Aunque de una manera silenciosa y en muchos casos instintiva, Hambre está más presente en la literatura actual de lo que parece.