lunes, 26 de enero de 2009

A 88 kilómetros de la gasolinera – E. Annie Proulx

No es raro que una obra literaria adquiera popularidad cuando es llevada a la gran pantalla, es más, esa es la consecuencia a que el cine nos tiene acostumbrados. Sin embargo creo que no ocurrió así con el libro de E. Annie Proulx (Norwich, Connecticut, 1935) En terreno vedado: historias de Wyoming (1999), volumen que incluye el magnífico relato Brokeback Mountain (publicado por primera vez en The New Yorker, en octubre de 1997 y merecedor al año siguiente del premio O’Henry). La impresión que yo tengo es que muchas son las personas que conocen la película de Ang Lee, pero muy pocas las que saben que sus cimientos se encuentran en un relato de apenas 30 páginas —lo mismo que la película Vidas rebeldes de John Huston es un relato escrito por Arthur Miller.

Descubrí a E. Annie Proulx con Canciones del corazón, colección de cuentos publicada por la editorial Tusquets en 1997 —aunque su versión original date de diez años antes— y me impactó la crudeza de sus argumentos y el magnetismo de su prosa. Después leí En terreno vedado: historias de Wyoming y volvió a pasmarme. Página tras página resoplaba y pensaba que esos cuentos son de los que levantan ampollas de envidia, con esa contundencia, esa capacidad para agarrar al lector por donde más le duele (y aquí cada cual sabrá de donde prefiere ser agarrado) y dejarlo sin respiración. La autora reconoce en el prólogo del libro que la idea de escribir una colección de relatos situada en Wyoming la cautivó por completo, y esa atracción irresistible, ese embelesamiento, es el que traslada a los lectores de sus relatos —que al parecer ha seguido recogiendo en sendas colecciones tituladas Bad dirt: Wyoming stories 2 (2004) y Fine just the way it is: Wyoming stories 3 (2008) (¡ánimo señores editores, ánimo!)—. Reconozco que el cuento titulado Brokeback Mountain está entre los mejores que le he leído a Annie Proulx. Hasta el momento me he negado a ver la adaptación cinematográfica. Según me han comentado es una interpretación demasiado superficial y rosa la que hizo Ang Lee, que convirtió en una simplona historia de amor lo que para la autora del texto original estaba más próximo a una atracción irresistible y pasional entre dos hombres que no tiene más opción que amarse y por eso lo hacen hasta las últimas consecuencias, por demasiado hombres, de puro macho, diría el tango... pero no, no es de éste relato del que quería hablar, no. El libro En terreno vedado se cierra con un relato de dos páginas que vuelve a mi pensamiento con demasiada frecuencia. Posee esa magia que disfruto hallando en algunos cuentos cuya lectura me acompaña durante mucho tiempo. Posee una sencillez esquemática y el calado de un océano. Dos páginas, qué digo dos páginas, dos párrafos le bastan a Annie Proulx para noquearme con A 88 kilómetros de la gasolinera. En las primeras líneas la autora nos presenta al ranchero Croom. Enseguida nos lo hace imaginar a la perfección: mirada estrábica, pelos sueltos como extremos enroscados de cuerdas de violín, bailarín de pies ligeros, borracho. Pero algo atormenta al ranchero Croom; algo no le deja seguir viviendo. Y es extraño, porque uno se lo imagina trabajando de sol a sol en un rancho tan enorme que la vista se pierde en el horizonte siguiendo el alambre de espinos, ni un alma en 88 kilómetros a la redonda; uno se lo imagina acodado sobre el cuerno de la silla, mascando hojas de tabaco y escupiendo como un sapo, se lo imagina sentado en el porche, de cerveza casera hasta las cejas, pero ni por asomo se lo imagina retrocediendo ni lamentándose. Es un hombre rudo y solitario el ranchero Croom. No parece la clase de hombre que deba arrepentirse de nada.

El ranchero Croom con botas hechas a medida y un astroso sombrero, ganadero de mirada estrábica, con unos cuantos pelos sueltos como extremos enroscados de cuerdas de violín, bailarín de pies ligeros sobre tablas astilladas o bajando las escaleras del sótano a coger del botellero una de sus extrañas cervezas de fabricación casera, espumosas, brumosas, botellas que estallan lanzando guirnaldas de espuma, el ranchero Croom, borracho, galopa de noche por la oscura llanura, gira en un lugar por donde sabe que se llega al borde de un cañón, allí desmonta y mira desde arriba los desprendimientos, espera, luego da un paso adelante y hiende el aire con su último alarido, las mangas de su camisa se ondulan sobre unos brazos como aspas de molino, los vaqueros flotan sobre la caña de las botas, pero antes de chocar contra el suelo se eleva hasta lo alto del despeñadero como un corcho en un cubo de leche.

La señora Croom irrumpe en escena en el segundo párrafo. Una mujer callada, sometida, con un moño recogido en la nuca, vestido oscuro, abotonado desde la garganta hasta las rodillas, cuello y puños de encaje almidonado, botas de caucho hasta media caña que le permiten trajinar en la pocilga; una mujer espigada con menos años de lo que su rostro aparenta y que en el fondo y en lo no tan fondo no es ya que no lamente sino más bien se alegra de la muerte de su marido.

La señora Croom en el tejado, sierra en mano, abre un agujero sobre el ático, una habitación que lleva doce años sin pisar gracias a los candados y advertencias del viejo Croom, acicates de su curiosidad, el sudor vuela cuando sustituye la sierra por un cincel y un martillo hasta que una dentada placa del caballete se desprende y puede ver el interior; justo lo que había pensado: los cadáveres de las amantes del señor Croom; las reconoce por las fotografías de los periódicos: MUJER DESAPARECIDA; algunos tan tiesos como la cecina y más o menos del mismo color, algunos enmohecidos por haber estado bajo una gotera, todos ellos maltratados, cubiertos de alquitranadas huellas de manos, señales de tacones de botas, algunos del azul brillante de los restos de la pintura que utilizaron años atrás para los postigos, uno envuelto en periódicos desde los pezones hasta la rodilla.

Independientemente del mundo que Annie Proulx nos dibuja con estos dos párrafos, la clave del relato, en mi opinión, se encuentra en la siguiente frase: “justo lo que había pensado”. Sí, la señora Croom consigue acceder a la buhardilla y allí descubre “justo lo que había pensado”. Se me atragantó el bocado literario cuando la leí por primera vez y vuelve a atragantárseme cuando vuelvo a leerla. O sea, la señora Croom lo sabía, lo sabía y callaba y seguía reuniéndose los domingos por la mañana con los miembros de su congregación religiosa; con su voz oscura entonaba salmos bajo la dirección del pastor y callaba y seguía viviendo junto a un hombre que se divertía matando mujeres y almacenando cadáveres en el ático de su propia casa. No dijo nada a nadie la señora Croom. Me estremece mucho más lo que esas cinco palabras encierran que el resto de la historia. Esas cinco palabras describen la personalidad de la señora Croom con más profundidad que muchas y más extensas descripciones, dejan abierta la historia no ya para que el lector se imagine lo que vendrá a continuación sino lo que ha ocurrido hasta llegar a ese momento, la sinrazón que a menudo dirige los pasos de una existencia yerma. Esa única frase le ha bastado a E. Annie Proulx para ponerme los pelos de punta. Si eso no es un buen relato…